Siempre se discutió su lugar de nacimiento, si Toulouse o Tacuarembó. Lo que nunca se discutió es el lugar que ocupa en el tango y su estampa de porteño de ley. Hace 75 años murió y se convirtió en leyenda.
Ocurrió el 24 de junio de 1935 y era lunes. Aquel día, por esas cosas del destino, “la ciudad de la eterna primavera” (como los colombianos definen a Medellín), se convirtió en una referencia inevitable a la hora de hablar de Carlos Gardel. Allí, hace hoy 75 años, el fuego de una tragedia terminaba con la vida de ese morocho cantor que cautivaba no sólo con su voz. Sin embargo, las llamas no pudieron con esa mágica sonrisa de dientes blancos y parejos que quedó instalada para siempre dándole paso a un mito que todavía, aunque hayan pasado las tres cuartas partes de un siglo, sigue como un ícono imbatible de la perfección artística y símbolo de lo argentino.
Pero eso no fue el resultado de una casualidad. Detrás había cuarenta y cuatro años y medio de una vida de leyenda que había comenzado a las dos de la madrugada del 11 de diciembre de 1890, en la ciudad de Toulouse, en el suroeste de la vieja Francia.
Es cierto que hay otras teorías que promueven un origen más cercano a nuestro país y le asignan ese sitio preferencial a la ciudad uruguaya de Tacuarembó. Inclusive hasta el propio Gardel le dio aire con algunas declaraciones confusas. Pero esa teoría es justamente parte de una vida fascinante que sólo sirve para alimentar aquel mito que empezó a consolidarse después de Medellín.
A esta altura de la historia, lo más importante es que Gardel nació y que bajo el nombre de Charles Romuald Gardes llegó al puerto de Buenos Aires cuando tenía apenas dos años. Junto con su mamá, Maríe Berthe Gardes Camarès (después sería simplemente Doña Berta) venía de pasar casi un mes en el mar en el vapor de bandera portuguesa Dom Pedro, junto a otros inmigrantes que llegaban con el sueño de hacerse la América.
Sin embargo, en la corta vida de esa mujer (tenía 27 años) había algo más. Y aunque al llegar se registró como viuda, era una madre soltera, algo que iba a fogonear aún más la leyenda cuando su hijo pasara a ser Carlitos, El Morocho del Abasto, El Mudo o El Zorzal Criollo. Esa carga de ser “hijo de padre desconocido”, en un tiempo en que aquello era un estigma, no iba a tener respuesta.
Siempre se habló de un tal Paul Lasserre, un ingeniero nacido en una familia burguesa de Toulouse, quien murió en 1921. Dicen que hasta alguna vez intentó un acercamiento cuando el muchacho ya era Gardel y que madre e hijo optaron por responderle al posible reconocimiento con un no. Otros mencionan a un monje llamado José Gardes, un primo de Maríe Berthe. Los que alimentan la tesis uruguaya nombran al coronel Carlos Escayola. Lo concreto es que el tema del padre quedó como un secreto eterno y lacrado.
Después del paso por algunos colegios porteños (el recorrido incluyó hasta un par de años como pupilo del Colegio Pío IX, que aún está en Yapeyú y Don Bosco) y con el nuevo siglo ya en marcha, “el francesito” comenzó a vivir su etapa adolescente. La calle se iba a convertir en su primer escenario. Y los alrededores del Mercado de Abasto, entonces casi un suburbio de la ciudad, serían el territorio en el que Carlos Gardel hallaría un caldo de cultivo que estaba en plena ebullición, dándole forma a esa música de fusión que el mundo conoce como tango. La confluencia de criollos e inmigrantes, en especial italianos, le pondrían marco a su apego por la música, algo heredado de su mamá.
En medio de esa bohemia, con cantinas y burdeles a tiro de lazo, el chico empezó a ser conocido. Y así llegó al ambiente artístico trabajando entre bastidores de distintos teatros. Por entonces también frecuentaba los comités de los conservadores que no sólo le daban protección paternal: también le permitían ganarse unos pesos.
Al uruguayo José Razzano lo conoció en 1911, a través de amigos comunes. El Morocho y El Oriental estarían cantando juntos hasta 1925. En el medio no sólo contaban con innumerables grabaciones sino que se habían lucido en muchas giras, actuando hasta en España. Por entonces Gardel ya tenía en su haber el estreno de Mi noche triste, interpretación a la que se define como la fundadora del tango-canción.
Junto con los calendarios, también iban pasando los tiempos del “cantor nacional” para empezar a abrirle la puerta a ese profesional que no sólo se imponía por presencia sino que también, en la fragua tanguera, forjaba un estilo personal. Era la forma de preparar el terreno para que después quedara ese molde, esa matriz que se sintetizó en cuatro palabras: “esto se canta así”. Esto, obviamente, era el tango.
Además del tango, por esos años Gardel había conocido a Isabel Martínez del Valle, una adolescente a la que le llevaba diecisiete años. Bajo el nombre apocopado como Isabel del Valle, aquella chica quedaría en la memoria colectiva como “la novia oficial” del cantor. Pero por su condición de eterno muchacho del café y de los amigos, la relación nunca se profundizó, aunque la propia Isabel se encargara de difundir siempre que ella fue “el único amor” de la vida de Carlos, a pesar de los múltiples amoríos que se le atribuyeron.
Hacia 1927, ya afianzado como solista, su figura también crecía afuera del país. Primero sería en España. Después llegaría el turno de Francia y vendrían aquellos años de “morocho y argentino, rey de París”. Y la cercanía a otra de sus pasiones: el turf y los pura sangre de carrera.
La lucha contra los kilos de más (el “buen diente” de Gardel y su apego a la mesa bien servida nunca fueron un secreto) había dado sus resultados y ya era todo un dandy con el peso estabilizado orillando los 75 kilos.
Además, las buenas pilchas (incluían hasta frac) y una presencia siempre impecable (se hacía afeitar todos los días a la navaja) mostraban algo fundamental para su carrera: el cantor ya había descubierto que a la buena voz había que sumarle imagen. Es decir: hasta en esas cuestiones extra artísticas fue un auténtico pionero.
Aquella prosperidad económica también se reflejó en una inversión que sorprendía en medio de su vida de joven andariego y mundano: en ese tiempo Carlos compró una casa en lo que hoy es el número 735 de la calle Jean Jaurés. La pagó 50.000 pesos y Gardel la definió como “la casa de mamá”, aunque siempre funcionó como su refugio porteño. La leyenda dice que en ese lugar del Abasto alguna vez hubo un prostíbulo. Hoy, esa típica “casa chorizo” (por las habitaciones corridas y junto a un patio) es un museo que recuerda al cantor. Para Doña Berta también eran historia los duros tiempos en los que se ganaba la vida como planchadora, un oficio en donde se destacaban las inmigrantes francesas que habían podido optar por estar lejos de la noche porteña para sobrevivir.
El salto definitivo hacia la conquista artística del mundo llegó junto con el encuentro de un joven periodista y poeta de su misma edad. Se llamaba Alfredo Le Pera. Ese hombre nacido en San Pablo, Brasil, pero criado en el porteño barrio de San Cristóbal desde que tenía un año, fue el complemento ideal para las aspiraciones de Gardel. Y aunque alguna vez se habían visto en Buenos Aires, el acuerdo para trabajar juntos se selló en París en 1931. Esa unión sólo se iba a truncar en la tragedia de Medellín, donde murieron ambos. Pero en menos de cuatro años la dupla iba a producir obras de una belleza aún intacta.
Por supuesto que en aquella etapa final no todo fueron flores. Quizá lo más representativo de aquellos contratiempos para el cantor, que por entonces no sólo grababa tangos sino que incluía con la misma calidad otros ritmos, lo marque una nota que Carlos Muñoz (conocido como Carlos de la Púa o El Malevo Muñoz) publicó el 15 de septiembre de 1931 en el diario Crítica. El título, mordaz, era contundente: decía simplemente “Che Carlitos, largá la canzoneta”.
Era apenas uno de los tantos que todavía no se había dado cuenta de la dimensión de artista internacional que Gardel había alcanzado. Tendría que llegar aquella tarde del lunes 24 de junio de 1935, en Colombia, para que el cantor, el músico, en definitiva el artista, transformara su nombre en un adjetivo para calificar lo más excelso. Para que 75 años después, cuando alguien busca definir a lo máximo en cualquier disciplina, se siga diciendo: “éste sí que es Gardel”.Clarín 24/o6/2010
(gracias a Ernesto Walfisch)
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