Marrakech bajo la lluvia
La ciudad
incendiada languidece bajo la fina lluvia de septiembre. Hay un rojo de
Marrakech como hay un rojo de Harlem (nada que ver el uno con el otro).
Jemaa el Fna: apenas
un esquinazo desabrido allá donde la medina pierde su precario nombre. El color
lo ponen quienes, día y noche, aquí acuden a ganase el sustento.
Dudosos
adivinadores del porvenir, faquires de tres al cuarto, tatuadoras de alheña con
el rostro oculto tras el nicab, grupos de ciegos –sus ganancias mancomunadas-; cantamañanas
de toda especie, cuentistas y travestidos, encantadores de serpientes quizás sordas,
Messi y Cristiano Ronaldo. El sonido del banjo -un viaje de ida y vuelta- junto
al canto del muecín, los tambores gnaua y el kiticlán de los crótalos, ciclomotores y asnos, turistas espeluznados
ante la cabeza cortada de un bóvido: su mirada vacía. Homilías a gusto del
consumidor. El zumo de naranja, las carnes humeantes; las palomas, los monos,
las ardillas expuestas al aire de la plaza o enjaulados.
Todos aquí son
expertos en el arte de la caza y captura del fotógrafo escurridizo.
África ofrece en Jemaa
el Fna su imagen más cierta en permanente transformación. La plaza tiene vida
propia, dependiendo de la hora y el día, y el mes... hay cosas que no cambian:
en Jemaa el Fna todos van o vienen con aparente prisa. Escaleras arriba, el
Café Glacier –consumición obligatoria- ofrece una engañosa visión de conjunto,
como un mar en calma. El gran teatro del mundo -la gran pantomima- queda ahora
muy lejos.
A 2 ruedas
La medina de
Marrakech son mil ciudades interiores compartiendo un mismo espacio.
Los vetustos ciclomotores
inhábiles para circular en ningún otro lugar compiten con ventaja por el
territorio escaso. Hay quien transporta un tubo de PVC de varios metros de
largura, quien un bebé embutido entre fardos, quien escucha la radio al tiempo
que conduce. Inevitablemente, el motorista acelera la marcha cuando se aproxima
a un punto congestionado.
El humo de los
tubos de escape envuelve las callejuelas y cuanto las contiene en una nube
tóxica impenetrable.
Las calles de la
medina son un campo de batalla, cuando no una ratonera. Sus recovecos esconden una
cadena de mando perfectamente organizada que conduce del “machaca” al “puntero”
y al punto de destino. Finalmente, todos los caminos conducen a la tienda de
alfombras del tío/sobrino/conocido.
Guiarse por la
medina de Marrakech es fácil: sólo hay que seguir el sentido contrario al que
se nos indica.
Fuera queda el Marrakech
très chic de la ville nouvelle donde Carmen Ordóñez se sintió divina de la muerte y
Madonna y Brad Pitt juegan al golf. Nadie los ha visto pero, estar, están.
Marrakech bajo la
lluvia es un horizonte romo de minaretes y antenas parabólicas bajo un cielo
carmesí.
Chema García Martínez (texto y fotos)
Dedicado a Lúcia.
Mi mujer.