Milt era cualquier cosa menos un desconocido en este país, donde había estado tocando en los primeros sesenta con el grupo más trajeado de la historia del jazz, y de parranda, en el Whisky & Jazz de Marqués de Villamagna, en cuya escalerilla de entrada se retrató, junto a Don Byas, Iturralde y "Cifu" en plan barbilampiño. Para cuando uno llegó a esto, Milt era leyenda, un sonido ("sound", más exactamente) hecho carne taciturna y solemne, engañosamente solemne. "Cara de palo", como al gran Buster Keaton; socarrón, no siempre asequible, la profesión le iba por dentro.
Con el "MJQ" le vimos y escuchamos en ocasiones varias durante los setenta-ochenta, la última sin Connie Kay, que ya no fue lo mismo. También como líder de sus propios grupos, casi siempre con Ray Brown en el lugar de Percy Heath, y nunca con John Lewis (las malas lenguas...), las dos últimas en San Sebastián, el verano pasado, y este mismo año, en el San Juan Evangelista, por hablar de Madrid, que es mi pueblo. En aquella ocasión bajé al camerino a saludarle sin saber acerca de la terrible enfermedad que terminaría con él en muy pocos meses, cuyos rastros se adivinaban en su aire como ausente. La misma sensación de desorientación que tantas veces he advertido en otros héroes del jazz librando su última batalla contra la Madre Naturaleza. Pero no es este el Milt Jackson que quiero guardar en mi memoria, sino otro muy distinto. El Milt Jackson de un Madrid gris y remoto, primeros meses de 1986.
La cosa llevaba por nombre el de una marca de cigarrillos que fuman los vaqueros más machotes del Oeste, y consistía en siete figuras reconocibles tocando de esmoquin en la "disco" de moda, el Joy Eslava, o sea. Apellidos de alcurnia -aparte el propio Jackson, recuerdo a John Faddis, Percy Heath, Graddy Tate...-, más una cantante que no estoy seguro si llegó a actuar, es posible que lo hiciera.
Uno, que entonces estaba para esas cosas, se personó en el "Joy" según despuntaba el alba, no se me fuera a escapar alguno de los músicos sin la "interviú" de marras. No contaba con aquella mole rellena de músculo por todas partes menos por una, que se llama cerebro, entrometiéndose entre mi humilde persona y la puerta de acceso al local. Un tipo de principios, insobornable por demás, y tan inmenso como para copar el hueco de la susodicha sin darle a uno la menor posibilidad de esbozar un fino "dribbling".
El caso es que no había manera humana de obviarle, mucho menos de torcer su voluntad. Segunda fase: mentir como un bellaco, formo parte del grupo que toca esta noche, solo que he venido por mi cuenta, pero ni por esas. Sin "pase", no hay pase. Y en esas estábamos, la mole y servidor, tan calentitos, cuando hicieron acto de presencia los músicos en procesión, Milt Jackson ente ellos. Hello, how do you do?; venía a entrevistarle, si no es molestia; pues vale; ¿y qué hacen por aquí tan pronto?; la prueba de sonido, ya sabe. Esas cosas.
Rápidamente les puse en antecedentes acerca de mi delicada situación, aquí, el colega, que no me deja entrar. Los músicos, buena gente, hicieron causa solidaria con el menda. Ponte detrás de mí y haz lo que yo diga, me dijo Milt. Y yo, claro, lo hice.
Ahí estaba nuevamente frente a la mole, tratando de pasar desapercibido entre los miembros de la orquesta, todos puestos en fila india, y yo en medio de ellos. Sería porque éramos un septeto de ocho o porque uno de los ocho difícilmente podría ser tomado por miembro de la raza afroamericana, lo cierto es que formábamos un cuadro pintoresco. Tanto que incluso él pudo advertir algo que no era como debería ser: !quieto todo el mundo!. Y el tipo, la mole, digo, que señala inequívocamente en mi dirección con su dedo índice grueso como una morcilla de Burgos, y del mismo color: Vd. es el que quería colarse. Momento de confusión. Don´t worry, be happy. Milt Jackson, el gesto imperturbable, toma la palabra y se la suelta: Vd. no puede impedirle la entrada a este señor. Este señor se llama Milt Jackson. Y la mole que me mira, el falso Milt Jackson, o sea, uno mismo, y que mira al verdadero Milt Jackson, y me vuelve a mirar, y a los otros músicos que apenas se aguantan la risa. A todas luces, aquello es “too much for his body”: OK. Se ha rendido: todos adentro.
Y así fue como aquellos Winston All Stars de los que formé parte virtual consiguieron vencer al terrible cancerbero del Reino. Y no quedó ahí la cosa: la broma siguió una vez dentro del recinto, durante el ensayo, mientras el concierto y después.
Fue así que, por espacio de siete inolvidables horas, fui Milt Jackson. Qué tal "Bags", me decía John Faddis; cual viene ahora, "Bags"?, me gritaba el pianista, que puede que fuera Cedar Walton, mientras daba el último repaso al programa de la noche. Hubiera dicho que el propio Milt Jackson parecía más feliz, liberado por unas horas de la carga de ser él mismo: ¿cómo andas, yo-mismo?.
Lo puedo decir: yo fui Milt Jackson por un día.