¿Por qué nos gusta Fiebre del Sábado Noche?
He aquí la cuestión: ¿por qué nos gusta Fiebre del Sábado Noche?, ¿cuál es el
secreto de la fascinación que ejerce el mayor hortera del cinematógrafo en toda
su historia?, ¿serán sus cualidades cinematográficas?... en cuanto que producto
fílmico, los logros artísticos de F.S.N. son equivalentes a los de la peor serie B, y aún con eso, generaciones de
espectadores de toda condición han sucumbido a este Tony Manero, sujeto
lamentable, macarra de barrio, machista e ignorante, conformista, engreído,
grosero, arrogante, zafio, presuntuoso, fanfarrón, xenófobo y, pese a todo, un
encanto.
Ante todo, FSN es una película de culto (1),
no se sabe si por la película en sí, por el entorno o el carisma del personaje
al que un primerizo John Travolta dio vida en forma a todas luces insuperable.
Ahora bien, aceptando la acepción película
de culto como adecuada a un producto de unas características artísticas
precisas, ¿resulta lícito comparar FSN con musicales
de culto tan estimables como El
Fantasma del Paraíso o Rocky Horror
Picture Show, por decir dos sobradamente conocidas?. A diferencia de las
anteriores, FSN es una mala, muy mala película, un producto pobre y falto de
ingenio amén de torpemente realizado. Una auténtica birria. Y una maravilla,
también. Solo hay que contemplarla desde la perspectiva adecuada.
El lado oscuro
de West Side Story
F.S.N. se ubica en un lugar indeterminado
entre el musical
hippy (Easy Rider) y el musical yuppi
(Fame), con una diferencia de solo
dos años respecto de All That Jazz, el musical que licenció
a los musicales. Son los años setenta: la disco
music simboliza lo más bajo a que se podía llegar en términos de baile,
excepción hecha de la Canción de Eurovisión. La música que uno podía
escuchar en la sala Consulado de Madrid, la que bailaban las chachas y los
militares sin graduación en sus fiebres
del sábado, un destilado de rhythm
& blues y pop interpretado
por los australianos hermanos Gibbs, aquellos Bee Gees que ya se habían hecho notar como un grupo de cuidadas
armonías vocales y que, llegados a la madurez, vestían pantalones campana y
cantaban en falsete, como Jorge Negrete, solo que en afeminado. La acción se
desarrolla en el escenario pequeño y deprimente de un barrio étnico de Nueva York que es el mismo de West Side Story (también el de Who´s That
Knocking at my Door/ I Call First, la primera película de Scorsese) con alguna diferencia sutil. Si en WSS, a los pandilleros se les
otorga la licencia de soñar (con un futuro mejor, con la huida, con un mundo
ideal), entre los moradores de Bay Ridge, en Brooklyn, soñar significa
un empleo de dependiente y una noche de baile, acaso un Cadillac Sevilla. Hay lo que hay.
FSN
no es una sucesión de números bailables aunque sí una demostración danzística
de primer orden. Tampoco es un musical feliz sino triste al que no faltan los
sentimientos contrapuestos y los personajes claramente patéticos como Bobby C,
el chico triste, que no aparece en la
versión de Broadway. En los Estados Unidos, fue la primera película clasificada
para adultos que obtuvo cien millones de dólares de beneficio. Detrás de todo
ello hay un autor de éxito discutido e inteligente,
el británico Nick
Cohn, escritor (Awopbopaloobop
Alopbamboom, Anarquía en el Reino
Unido, Broadway) e hijo de escritor (Norman Cohn,). Nick Cohn escribió Ritos Tribales de la Nueva Noche del Sábado
(New Yorker,7 de junio de 1976),
relato novelado de sus andanzas junto a un gang
de Brooklyn y su líder, Vincent, que
sirvió de modelo para Tony Manero. El reportaje era concluyente: la nueva generación asume escasos riesgos;
se gradúa, busca trabajo, resiste. Y una vez a la semana, la noche del sábado,
estalla. Robert Stigwood, manager de
los Bee Gees y Travolta y director de
la Robert Stigwood
Organisation, se decidió a convertir la palabra en imagen diseñando un tipo de
producción barata con la idea de promocionar la música disco en los Estados Unidos. Para realizarla, llamó al inglés John
Badham, un especialista en adaptaciones de Broadway (Whose life is it aniway?, Dracula,
con Laurence Olivier).
Sea por azar o porque así lo pretendieron sus
autores, o puede que influidos por el sagaz sentido de la observación de Cohn,
lo cierto es que FSN ofrece una acumulación inimaginable de guiños,
sugerencias, aciertos históricos, premoniciones, imágenes simbólicas y
alumbramientos místicos, todo en su justa medida y de una extraordinariamente
forma sutil. Pocas películas hay en la historia del cine, con la excepción de
algún film antiguo de Bergman, con tal cantidad de material trascendente. Se
entiende que la cinta haya alumbrado sesudas reflexiones en torno al llamado síndrome sexual y el desajuste de los
ciclos cardíacos que regulan la actividad sueño-vigilia. Las andanzas de Manero
han servido para explicar el complejo de Madonna-prostituta
definido por Freud: te amo tanto que
deseo dormir contigo después de lo cual no te podré seguir amando porque eres
de la clase de mujer que mantiene relaciones sexuales con los hombres. La
idea del desarrollo personal a través de la transformación física, que
constituye uno de los ejes del argumento, fascinó a la realizadora Karyn Kusama
lo suficiente como para realizar una película, Chicas Guerreras.
Gavin McNett (Apenas Stayin´ Alive. www.salon.com), lo deja claro: FSN es una película compleja, ambivalente.
Para Gene Siskel crítico cinematográfico del Chicago Tribune y uno de los
personajes más influyentes en el negocio (www.suntimes.com), la película trasciende categorías y se sitúa más allá del bien y del mal. Pocos
personajes, si alguno, en la historia del musical, con la personalidad e
influencia de Tony Manero, un verdadero icono cultural del siglo XX.
Unos calzoncillos negros
Unos zapatos. Esto es lo primero que vemos de
Tony Manero: un par de zapatos lustrosos avanzando al ritmo sincronizado de Stayin´ Alive. La cámara le sigue en su
recorrido por las calle bulliciosas sin ningún aliciente aparte de las jóvenes
de trasero prominente cuya visión bien merece una repasito nada furtivo: esta noche es mi futuro, primera de las
varias sentencias que afloran como margaritas en estiércol a lo largo de la
cinta. Habla el rey, estos son sus
dominios; rey de las noches de gloria y los días de espera, rey del asfalto,
dueño y señor en la modesta droguería en la que trabaja como dependiente,
monarca de un reino que todo lo abarca menos el propio hogar.
Con el equilibrio familiar subvertido, a un
rey depuesto –el pater familias,
ahora en paro-, le ha sucedido un rey en
ausenciis que no tardará en caer –el hermano sacerdote-. Para la comida,
las tensiones se desatan en forma de sopapos encadenados provocando la
sensación de una única bofetada que se reencarnara de uno a otro integrante del
clan Manero. Nuestro héroe habita el escalafón inferior. Es el que recibe las
bofetadas: ¡no me despeines!.
Tony
se acicala para la batalla frente al espejo de medio cuerpo flanqueado por un
panteón de hombres ilustres: Bruce Lee, Rocky, Farah Facet-Majors y Al Pacino.
Escena crucial expuesta con una contundencia casi brutal: de la sex symbol, lo primero que contemplamos
es un primerísimo plano de sus dos reconocidas glándulas mamarias, tal y como
lo hubiera rodado el mismo Manero. Contraplano
de nuestro héroe ataviado únicamente con unos calzoncillos de color negro: esta
prenda ha pasado a la historia de los fetiches generados por el Séptimo Arte
junto al guante de Gilda y la petaca de whisky que Marilyn se saca de la media
en Con Faldas... Tony se ajusta la
ristra de crucifijos y medallitas con santo alrededor del cuello en lo que
constituye casi una ceremonia religiosa. No han transcurrido 10 minutos de
proyección y ya hemos visitado tres de los espacios en que se desarrolla la
narración: la calle, el ámbito laboral y el doméstico. Queda la discoteca de
nombre significativo, 2001 Oddisey,
el lugar donde los sueños cobran efímera realidad envueltos en luces de
colorines, la insustituible bola de espejos colgando del
techo, los ojos cegados por el humo, elementos todos ellos de un rito
ancestral: el macho sale de cacería.
Manero precede a sus sobreexcitados colegas
en el paseíllo, las aguas se separan a su paso. Como Marcello en La
Dolce Vita, es el centro de todas las miradas. Instalado ahora en el tendido de preferencia, rodeado de los suyos,
consume un siete siete y espera al
destino vestido de mujer. Llega Annette a
rendirle pleitesía, qué bonito corte de
pelo tienes. Contemple el lector a Manero levantando indolente la mirada en
dirección a las partes más visibles de la intrusa, luego más arriba. No hay
disimulos. Entrégate, muñeca. Wayne
convertido en Bogart convertido en Astaire: eres
el rey de la pista. Pobre Annette, la gran perdedora de esta historia, ella
nunca será Ginger Rogers, solo una más entre la legión de comparsas, alguien a
quien usar y de quien olvidarse. ¿Me
dejas que te seque la frente?. Pero Annette no puede evitar morirse por el
simple espectáculo de ver a T.M. andando por la calle. Si no es Ginger Rogers
será Mary Pickford, la amante desengañada dejará su paso a la sufridora
repudiada y abandonada a las puertas del Phillips
Dance Studio. Rechazado su ofrecimiento carnal, los preservativos caen de su
mano como las cuentas del collar de Hedy Lamarr en Éxtasis. Manero la desprecia. Ahora, Annette es una cualquiera. El desafío no tarde en
llegar en forma de una mujer con clase
–dícese de las integrantes del sexo opuesto con las que es lícito relacionarse
además de acostarse con ellas- por la que se siente irremediablemente atraído:
la distante y enigmática Stephanie Mangano.
El futuro sale a su encuentro
Aparece Mangano y la imagen se diluye entre
algodones en forma de filtros difusores, como si Badham, otorgando a la
susodicha un trato preferente, participara de la distinción entre las cualquiera y las mujeres con clase. Mangano, claro está, pertenece a la segunda
categoría, como que vive en Manhattan, se codea con la crême de la crême y se ejercita sobre la barra con música de
Chopin. Stephanie no debe quitarse el chicle de la boca para hablar, ella no es
de esas. Solo que también ella tiene sus problemillas (de identidad,
desarraigo). Las largas peroratas autoexculpatorias y redundantes, sus mentiras
evidentes para todo el mundo, menos para Tony Manero, tienen no obstante el
noble propósito de embarcar al torpe dependiente provinciano hacia un destino
conjunto en amor y armonía. Stephanie habla, la cámara se aquieta, una
excepción en un film cuyos diálogos se suceden en forma de travellin´ ininterrumpidos.
En FSN se baila y se habla; lo primero, a
cámara quieta o acompasado con movimientos de cámara suaves, envolventes, nada
especulativos. Los diálogos se suceden en forma desordenada y dinámica. Las onomatopeyas,
lo insustancial, las sentencias y los lugares comunes elevados a la categoría
de sentencia forman parte de la expresividad adocenada y neta de
Travolta-Manero, una mirada suya dice lo que no dicen las palabras que se le
atraviesan en su aturdido cerebro. Manero carece de toda ambición. La seguridad
que exhibe en la pista y ante los suyos, su fe en sí mismo, se torna en ingenua
torpeza. Junto a la bella, de su mano, da comienzo a su toma de consciencia.
Stephanie le lleva a la ópera, Manero se acomoda sus partes. Ahora proyecta una experiencia piloto consistente en baile y ensayos sin sexo: ¿se puede permanecer junto a alguien del
sexo opuesto sin intentarlo?.
Ofuscado, trata de violarla en el asiento de atrás del haiga, grave error que pagará con la separación provisional pues Stephanie
no le abrirá las puertas de su corazón, y la de su casa, hasta cerciorarse de
que ha aprendido la lección: ella no es una de esas (las mujeres a las que se puede violar impunemente), bien
entendido que, en el código moral del barrio, la violencia sexual no constituye
en sí un hecho relevante, al menos no tanto como la muerte violenta de un
compañero de juergas –Bobby C- o la apelación a la progenitora de uno en
términos injuriosos. En el caso de Annette, la violación por vía doble y
consecutivo en el mismo haiga constituye
mas bien una forma enérgica de hacer la corte en el que la hembra no tiene
voz ni voto.
La cuestión queda zanjada del modo más
contundente y menos políticamente correcto, sin detenerse en explicación ni
justificación de ningún tipo que hubiera desviado el relato de su curso.
Simplemente, Manero (¿arrepentido?) acude a la casa de la víctima y obtiene de
ella el perdón y la promesa de un futuro de color rosa en el barrio de
Manhattan. Para rubricarlo, el realizador nos pone a los Bee Gees (How Deep is Your Love). Sintiéndose traicionado como
Jesucristo en el monte de los Olivos -ni
vosotros, mis amigos, sois sinceros conmigo-, Manero –un hombre nuevo,
aunque no sabemos por qué- reniega de su pasado. El hombre que os ha obsequiado con la vitalidad y la dulce pasión que
soñabais, se encuentra ya al otro lado del puente habitando otra dimensión
en la que es posible encontrarse con los astros
del show business en la cola de
la pescadería. Por lo demás, un final tan convencional como argumental y
cinematográficamente inverosímil, acorde con el carácter de un film único e
inimitable que, entre otras cosas, dejó instalado en el
olimpo hollywoodense al nuevo Gene Kelly,
este Travolta-manero que pronto regresaría a lo convencional -Grease, con la pavisosa Olivia Newton-John-, y la posterior
redención (Quentin Tarantino)...
Chema García Martínez
(1). dícese de la obra artesanal que,
habiendo resultado elegida por una minoría, es elevada al consumo de la
mayoría.
Versión original del artículo publicado en Nickel Odeon nº 25, invierno 2001 (José María García Martínez, "Por qué me gusta Fiebre del Sábado Noche")