La caja 54
Reflexiones post mortem de un crítico de jazz
Ocurre que morí, y ni me di cuenta. El deceso, mi muerte, o sea, sucedió el
jueves 27 del pasado mes de julio, a las 13:30, en la ciudad de Madrid, zona de
Ventas. Se da la circunstancia de que, minutos antes del suceso, había
depositado, no sin sudor, no sin lágrimas, una caja de cartón corrugado con el
número 54 en el camión, furgón, o similar, que iba a trasladarla, junto a las
53 restantes, a la ciudad de Valencia, para quedar depositada en los anaqueles
de la institución que vela por mi
legado material.
Contenido de la caja 54:
- - Dos “Saturn” de Sun Ra en “negro-Malévich” conteniendo
los temas “Cosmos rendezvous”, “The Double that…”, “The Ever is…”, etc.
- - Seis “V Discs” originales en razonable buen estado (orquestas
de Gene Krupa, Guy Lombardo, Jack Teagarden, Glenn Miller…).
- - Una colección de en torno a 20 números la revista
Players, equivalente afroamericano de Playboy (últimos setenta/primeros ochenta).
“Conste que, para mí, eso también es jazz”, le escribo al encargado de la
custodia de mis cosas, así las tetas y los culos como las entrevistas y los relatos
de Amiri Baraka.
- - Fotocopia de un cheque firmado y rubricado por el
vasco Rekalde.
- - Edición probablemente original de “Ascenseur pour
l´echafaud” (Fontana), con Miles y Jeanne Moreau (QPD) en la portada.
- - Las grabaciones de Louis Armstrong de 1927 y 1928 en edición
dura como una piedra de la Compañía del Gramófono Odeón S.A., Barcelona, de
1958, El ejemplar perteneció a mi padre y fue mi primera introducción al jazz (hubo
otras).
- - Etc.
-
La mía ha sido una muerte lenta y sufrida, como cualquier muerte que se
precie, con su agonía forjada al calor sofocante del verano post-cambio
climático madrileño, y su desenlace inevitable e imprevisto. Una muerte en
soledad y sin aparato mediático: uno, la parca y un muro de detritos, que
algunos llaman “cultura”, delante de uno.
Ha sido mi primer mes de julio en décadas fuera de los focos y cuanto lo acompaña,
los pintxos y las pitxurris, las apreturas, las habitaciones
de hotel, siempre las mismas;, las polémicas, siempre diferentes; San
Sebastián, Vitoria y Getxo… las muchedumbres dejaron paso a la clausura del
almacén; las blancas arenas, al cemento, el de mi ciudad, en la que nací, y en
la que no resido, ni ganas. Sólo, enfrentado a mi demonio interior, a la
muerte. La sensación de desamparo resulta desconcertante y reconfortante, a un
tiempo. Éste viaje debo
llevarlo a cabo por mí mismo. Nadie puede hacerlo por mí.
Solo frente a mi soledad y un Himalaya deshilachado y abrumador de papeles amarilleados por el tiempo –“el tiempo
es una cosa que pasa por tu lado”, anoto en mi cuadernito de anotar, “y, cuando
te quieres dar cuenta, se ha ido”-, anotaciones jeroglíficas, fotografías
envueltas en la bruma del olvido, “¿ese soy realmente yo?”, notas a pié de
página… los downbeats y las jazzmagazines; las quarticasjazz y los cuadernos
de idem; los jazzforums… las
novelitas primiseculares “de tono” (de “mal tono”, se entiende) que utilicé en
mi libro sobre el jazz en España; mi primer artículo publicado del año 1973 en
torno a… ¡Alice Cooper!. El siguiente, sobre Thelonious Monk… todo está ahí, esperándome,
convertido en espejo que me revela los
cambios que en lo más profundo de mi mismo he ido experimentando al contacto con
la realidad de este mundo del jazz para el que vivo desde hace cuarenta y pico
años.
… y los libros. Los testimoniales -“Jazz inchiesta Italia”, de Enrico Cogno,
la huella indeleble del sesentaiochismo-, los incunables -“Aux Frontières du jazz”,
del belga Robert Goffin, edición original de 1932-, los inevitables –Comolli, Julio
Coll, Miguel Sáenz-, pero aún Stanley Crouch no había dicho que el jazz es una
cosa que es, y no una cosa que según cómo se mire.
Y las cartas, porque a veces llegan cartas con sabor amargo, con sabor a lágrimas, con sabor
a gloria, con olor a rosas, aunque hoy, las cartas, solo vienen del Banco de
Sabadell o el juzgado; cartas de colegas, de amantes, de las gentes del business, los managers, los managers de
los managers, los productores, los programadores, los que pasaban por ahí y nos
vinieron a tocar los cojones; cartas de músicos, felicitaciones de Navidad, cartas-bomba
de efecto retardado…
… y los telegramas y los telefaxes; las declaraciones de amor y los “me
cago en tu padre”; de éstos, unos cuantos. Y los exvotos (así, la caña de
saxofón obsequio de Rahsaan Roland Kirk), y los programas de mano, de cuando
todavía se hacían; y las instancias a la autoridad competente emitidas por,
entre otros, Tete Montoliu por letra de su guitarrista, Jorge/Jordi Pérez. Eran
otros tiempos, felizmente.
… y los memorándums tan solemnes como inútiles que sucedieron a los
congresos a los que fui invitado –Essen, Friburgo, La Haya, Tallin…- y a los
que, pese a ello, acudí, y de los que salí huyendo como alma que se lleva el
diablo… “sólo hay una cosa más aburrida que un crítico de jazz”, escribo en mi cuaderno de
escribir: “2 críticos de jazz”.
Y mis textos publicados a lo largo de mi vida profesional, en los que empecé
descubriendo América hasta que América me descubrió a mí, lo que es el destino
de todo escritor o periodista. Ahí está todo: mis (posibles) hallazgos y mis
(seguras) meteduras de pata; los recuerdos de los tantos encuentros al calor de la barra de un bar,
o del hogar; las entrevistas, los viajes, Sonny Rollins en Germantown, Ornette
Coleman en el Fashion District de Nueva York; cuanto podía contarse, y conté, y lo que
no, y callé. Un alma caritativa reunió mis escritos por mí, los clasificó por épocas y
los introdujo en unas bonitas carpetas de anillas que yo me encargué de desvencijar
hasta hacer de todo ello, mis artículos y las carpetas de anillas, un totum
revolutum sin orden ni concierto. Lo confieso no sin vergüenza (aunque sin
exagerar).
De mi documentación en torno al jazz en España, me quedo con Wenceslao
Fernández Flores y su “Música demente”: “la música negroide imbeciliza”,
escribe ufano el insigne cronista de la Galicia caníbal, hace un sol del
carallo. Por ahí se va el programa del XLV Festival “Club de Jazz de Villafranca”
con su ruego de no asistir a los conciertos a “los no iniciados al jazz”. Y
otro, correspondiendo al “Festival Casino Fin de Semana” celebrado en el Cinema
Proyecciones y organizado por Radio Madrid, con premio para la señorita o el
caballero capaz de citar el título de 5 discos emitidos durante el intermedio
del programa homónimo, premio de un lote de artículos de belleza para ella, de
aseo, para él. O aquel, bastante más
pobretón, que anunciaba un festival internacional de jazz en Burgos, nominalmente
“Jornadas Culturales en torno al Jazz”, organizado
por la Joven Crítica (José Manuel Gómez y servidor), del que debieron venderse 2 entradas
por concierto. Naturalmente, el festival se suspendió al segundo día, con los
organizadores tomando el primer autobús para Madrid camuflados bajo sendas caretas
con la imagen del presidente Richard Nixon. No sería la última vez que nos
viéramos obligados a hacerlo.
A lo que iba. Resulta q0ue que bucear en mi patrimonio jazzístico es/fue un
recorrer la historia de
los medios de reproducción sonora a lo largo del siglo, de los primeros rollos
de pianola a los discos de 78 RPM que sirvieron para el disco que acompañó el tocho
sobre el jazz en España, y editó Blue Note; el microsurco (singles, epés,
elepés…), el casete, que utilizaba en mis entrevistas y para mis bootlegs de conciertos; la cinta
abierta, el cedé, el minidisc… lo que, en términos periodísticos, significó
pasar de la estruendosa máquina de escribir y el papel al fax y el ordenador
personal, la inmaterialidad, o sea.
Vinilos, guardaba
los que no revendí previamente muy por debajo de su precio en alguno de los
comercios del ramo de los que he sido asiduo; los que realmente me gustaban, la
crème de la crème; aquellos por lo que sentía algún
afecto por haberme acompañado durante mi existencia de adulto; las ediciones
originales, exóticas o censuradas… un Milt Jackson “made in the URSS” de la época
de Kruschev; el tremendo “Jazz caliente, cerveza fría”, editado por
Decca-Columbia, con lo mejorcito del jazz inglés de posguerra; una edición
“estrictamente para los amigos” de aquel saxofonista de vanguardia de quien,
hoy, pocos se acuerdan… el
ejemplar descabezado de “Sketches of Spain”, con el disco y sin la portada que
tuvo a bien “rediseñar” para mí el autor del disco en un momento de flaqueza, o
de inspiración, y que hoy debe lucir convenientemente enmarcada en el living room de su ilegítimo propietario
(él sabe)… son las cosas que el aficionado no olvida, incluso uno que nunca fue
lo que se dice un coleccionista. Los coleccionistas: otra especie a cuyo
contacto experimento un sopor irrefrenable, como me sucede con los críticos de
jazz.
En cambio, me pirran las extravagancias, dislates y chaladuras a que dio la
“burrámia” de los ejecutivos discográficos de cuando el vinilo; las portadas
inenarrables, con los nombres de los intervinientes equivocados y las piezas
confundidas: lo que los angloparlantes llaman “albums for lefties”. De éstos, unos
cuantos: Sting, Miles Davis y “Jill Evans” (sic) en Umbría (edición no oficial); Dave McKenna y el cuarteto de
Wilbur Little tirando por lo erótico-hortícola en “Oil & vinegar” (una de
las portadas más escalofriantes de la historia del jazz). O éste otro: “Para ti, los
mejores”, con interpretaciones de Bee Gees, Gary Glitter y David Cassidy, entre
otros, y Sun Ra y la Arkestra luciendo sus galas galácticas a todo color en la
portada... y esto, ¿cómo se come?.
Asimilo a lo anterior los discos alimenticios –Lee Konitz de pajarita y
rodeado de pin-ups tocando las melodías de “All that jazz”, Chet Baker y los
mariachis codo con codo…-, inusuales –el inquietante “Looking out”, de Peter
Ind, o el fastuoso “Danzón con Generoso”, de Generoso Jiménez-, coyunturales -Miles
Davis emergiendo del sobaco de Arnold Schwarzeneger en el recopilatorio “Rock 71” editado por
CBS, un must para las gentes del
“rollo” por entonces-, así como los dedicados por sus autores. Algunas dedicatorias
hablan por sí mismas: las de Machito (“sí! sí! no! no!”), Philly Joe Jones (“Peace”),
John Zorn (ilegible) o Betty Carter, en el día de su cumpleaños (“Wolderful
night!!!”). Y, aunque fuera en un libro y no en un disco, la dedicatoria-brindis
de Antoni Tendes, a quién sorprendí en su refugio de la librería Batlle, en uno
de mis viajes a Barcelona: “!viva el jazz genuino!”, me garabateó el ilustre protocrítico
en un ataque de genuino entusiasmo sincopado.
Súmase a lo
anterior, las entradas a conciertos, las acreditaciones periodísticas, los banderines de
enganche, a los que tan aficionados fueron los responsables de los “hot-clubs”; la cartelería, una mina. Art Blakey en
Balboa Jazz, Astrud Gilberto en el San Juan Evangelista, cuidadín, cuidadín; los
flyers fotocopiados, Bill Evans Trío
“por primera vez en Madrid, y siguiendo nuestra ruta de presentaros a las primeras
figuras de este arte”; Cecil Taylor en el Palacio de los Deportes, y llenándolo.
En el fondo de todo ello, el hambre perturbadora del tardofranquismo, el miedo,
los palos, los grises, los cardenales, la eclosión de los ochenta, Oscar
Peterson en la portada de ABC, asunto éste de la “transición jazzística” de una
magnitud difícil de explicar a quién no la vivió y que, acaso, pueda resumirse
en el “!Gerry Mulligan en Don Benito!”, que fue el “Fuenteovejuna, todos a una”
de los aficionados al jazz de entonces, aunque el saxofonista saliera de la
villa pacense maldiciendo su mala suerte y a quien le llevó hasta allí.
Y, junto a los tales, mis otros “yos”, hablando de mi experiencia no por
breve menos intensa, como crítico cinematográfico, probador de menús en restaurantes de
lujo, dotador de voces para GPS, escritor de relatos pornográficos para
diversas publicaciones del género… cuanto me perteneció y ya no me pertenece, porque así
lo he dispuesto en documento oficial, a falta de la firma correspondiente,
dispuesto y empaquetado en la forma adecuadamente caótica, cual corresponde a
mi natural errático y
resulta de las sucesivas mudanzas a las que me he visto sometido en mi peregrinar
de hogar en hogar, y de amante en amante, volando voy, volando vengo, por el camino yo me
entretengo. Detrás, una
carrera producto del azar y la necesidad: la mía. No quiero pensar en la expresión
del destinatario de las susodichas 54 cajas ante lo que se le viene encima: “si
abres una y te encuentras con una txapela, es la que se calzó Sonny
Rollins en su concierto de Vitoria del año…” Tengo coartada. Visto desde un
punto de vista epistemológico y sistémico, todo esto –el caos, la mezcla, la
mierda- no es sino reflejo de la promiscuidad
que reinaba en el jazz en los años pre-políticamente correctos que a uno le
tocó vivir. Lo pienso, pero me lo callo. Por prudencia, más que nada.
Quienes me
conocen se preguntarán intrigados cómo he podido permanecer un mes a solas
conmigo mismo y sin ver la luz del día, respirando el tipo de miasmas que
desprende la materia inorgánica en proceso de descomposición. En realidad, mi
menú veraniego, no muy variado, pero algo sí, se dividió entre todo aquello de
lo que vengo hablando, y la lectura de las crónicas que, sobre los festivales
de Vitoria y San Sebastián, vino publicando
mi sucesor en el medio para el que he venido escribiendo durante los últimos
13 años. Hacerlo, me confirmó lo que ya sabía: que nadie es insustituible. Eso,
y que no hay nada nuevo
bajo el sol. Y que la memoria del lector es flaca. “Son otros los tiempos”, me
consuela quién me conoce, como si hiciera falta. “Y otros los requerimientos del
aficionado ante la crítica”. Y otra la crítica, añado para mí mismo; y otro el
jazz.
“Músicos de jazz, haylos”, escribo citándome a mí mismo. “Lo que no hay es
jazz”.
“Ahora
somos islas”, me cuenta Joachim Kühn con voz trémula en conferencia desde su
sancta santorum ibicenco,
“antes éramos océano”.
En algún momento me propongo acudir a algunos de los magníficos conciertos que
ofrece la ciudad en verano, quién te ha visto y quién te ve, Madrid. No lo
hice, por puro agotamiento, o porque los muertos no van al jazz, que se sepa,
al menos. Me contento con asistir vía
streaming al
concierto que ofrecen los alumnos de la Summer
Jazz Academy en la sede del JATLC, en Nueva York, bajo la dirección de Wynton
Marsalis. Ninguna conclusión, más allá de la uniformación de la muchachada, en
un verde-grisáceo desvaído que espeluzna.
¿Y qué
estado de desesperación inconcebible lleva a uno a escuchar un concierto de
Wynton Marsalis vía streaming cuando podía estar haciendo
cualquier otra cosa?. Entiéndalo el lector: uno tenía sus defensas bajas,
sería porque uno no se muere todos los días. Pero no puedo quejarme. Mi vida ha sido larga y
fecunda, azarosa y productiva, dentro de lo que cabe. He hecho, a lo largo de
la misma, cuánto se me ha venido en gana sin rendir cuentas a nadie, más allá
del Jefe de Redacción, a veces, ni eso. Momento es de zarpar como el poeta,
ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos del mar.
Epílogo
Veo al
camión, furgón, o similar, alejarse calle abajo camino de Valencia y del
organismo semioficial que va a hacerse cargo de mi legado en forma de 54 cajas numeradas
y selladas, hasta donde ello le fue posible al que suscribe. Y es en ese momento
que lo veo claro: soy yo el
que viaja en esas cajas; yo el que, con ellas, muero.
Siento una mezcla
de alivio y melancolía. A lo mejor, lo que tengo es hambre.
Chema García Martínez
Nota del autor. Con éste texto devuelvo a la vida a éste blog, En él anuncio la muerte del
creador del mismo, servidor de Vds., acaecida durante el pasado mes de julio.