jueves, 14 de junio de 2012


¿Por qué nos gusta Fiebre del Sábado Noche?


He aquí la cuestión: ¿por qué nos gusta Fiebre del Sábado Noche?, ¿cuál es el secreto de la fascinación que ejerce el mayor hortera del cinematógrafo en toda su historia?, ¿serán sus cualidades cinematográficas?... en cuanto que producto fílmico, los logros artísticos de F.S.N. son equivalentes a los de la peor serie B, y aún con eso, generaciones de espectadores de toda condición han sucumbido a este Tony Manero, sujeto lamentable, macarra de barrio, machista e ignorante, conformista, engreído, grosero, arrogante, zafio, presuntuoso, fanfarrón, xenófobo y, pese a todo, un encanto.

Ante todo, FSN es una película de culto (1), no se sabe si por la película en sí, por el entorno o el carisma del personaje al que un primerizo John Travolta dio vida en forma a todas luces insuperable. Ahora bien, aceptando la acepción película de culto como adecuada a un producto de unas características artísticas precisas, ¿resulta lícito comparar FSN con musicales de culto tan estimables como El Fantasma del Paraíso o Rocky Horror Picture Show, por decir dos sobradamente conocidas?. A diferencia de las anteriores, FSN es una mala, muy mala película, un producto pobre y falto de ingenio amén de torpemente realizado. Una auténtica birria. Y una maravilla, también. Solo hay que contemplarla desde la perspectiva adecuada.

El lado oscuro de West Side Story

F.S.N. se ubica en un lugar indeterminado entre el musical hippy (Easy Rider) y el musical yuppi (Fame), con una diferencia de solo dos años respecto de All That Jazz, el musical que licenció a los musicales. Son los años setenta: la disco music simboliza lo más bajo a que se podía llegar en términos de baile, excepción hecha de la Canción de Eurovisión. La música que uno podía escuchar en la sala Consulado de Madrid, la que bailaban las chachas y los militares sin graduación en sus fiebres del sábado, un destilado de rhythm & blues y pop interpretado por los australianos hermanos Gibbs, aquellos Bee Gees que ya se habían hecho notar como un grupo de cuidadas armonías vocales y que, llegados a la madurez, vestían pantalones campana y cantaban en falsete, como Jorge Negrete, solo que en afeminado. La acción se desarrolla en el escenario pequeño y deprimente de un barrio étnico de Nueva York que es el mismo de West Side Story (también el de Who´s That Knocking at my Door/ I Call First, la primera película de Scorsese) con alguna diferencia sutil. Si en WSS, a los pandilleros se les otorga la licencia de soñar (con un futuro mejor, con la huida, con un mundo ideal), entre los moradores de Bay Ridge, en Brooklyn, soñar significa un empleo de dependiente y una noche de baile, acaso un Cadillac Sevilla. Hay lo que hay.

FSN no es una sucesión de números bailables aunque sí una demostración danzística de primer orden. Tampoco es un musical feliz sino triste al que no faltan los sentimientos contrapuestos y los personajes claramente patéticos como Bobby C, el chico triste, que no aparece en la versión de Broadway. En los Estados Unidos, fue la primera película clasificada para adultos que obtuvo cien millones de dólares de beneficio. Detrás de todo ello hay un autor de éxito discutido e inteligente, el británico Nick Cohn, escritor (Awopbopaloobop Alopbamboom, Anarquía en el Reino Unido, Broadway) e hijo de escritor (Norman Cohn,). Nick Cohn escribió Ritos Tribales de la Nueva Noche del Sábado (New Yorker,7 de junio de 1976), relato novelado de sus andanzas junto a un gang de Brooklyn y su líder, Vincent, que sirvió de modelo para Tony Manero. El reportaje era concluyente: la nueva generación asume escasos riesgos; se gradúa, busca trabajo, resiste. Y una vez a la semana, la noche del sábado, estalla. Robert Stigwood, manager de los Bee Gees y Travolta y director de la Robert Stigwood Organisation, se decidió a convertir la palabra en imagen diseñando un tipo de producción barata con la idea de promocionar la música disco en los Estados Unidos. Para realizarla, llamó al inglés John Badham, un especialista en adaptaciones de Broadway (Whose life is it aniway?, Dracula, con Laurence Olivier).

Sea por azar o porque así lo pretendieron sus autores, o puede que influidos por el sagaz sentido de la observación de Cohn, lo cierto es que FSN ofrece una acumulación inimaginable de guiños, sugerencias, aciertos históricos, premoniciones, imágenes simbólicas y alumbramientos místicos, todo en su justa medida y de una extraordinariamente forma sutil. Pocas películas hay en la historia del cine, con la excepción de algún film antiguo de Bergman, con tal cantidad de material trascendente. Se entiende que la cinta haya alumbrado sesudas reflexiones en torno al llamado síndrome sexual y el desajuste de los ciclos cardíacos que regulan la actividad sueño-vigilia. Las andanzas de Manero han servido para explicar el complejo de Madonna-prostituta definido por Freud: te amo tanto que deseo dormir contigo después de lo cual no te podré seguir amando porque eres de la clase de mujer que mantiene relaciones sexuales con los hombres. La idea del desarrollo personal a través de la transformación física, que constituye uno de los ejes del argumento, fascinó a la realizadora Karyn Kusama lo suficiente como para realizar una película, Chicas Guerreras.

Gavin McNett (Apenas Stayin´ Alive. www.salon.com), lo deja claro: FSN es una película compleja, ambivalente. Para Gene Siskel crítico cinematográfico del Chicago Tribune y uno de los personajes más influyentes en el negocio (www.suntimes.com), la película trasciende categorías y se sitúa más allá del bien y del mal. Pocos personajes, si alguno, en la historia del musical, con la personalidad e influencia de Tony Manero, un verdadero icono cultural del siglo XX.



Unos calzoncillos negros

Unos zapatos. Esto es lo primero que vemos de Tony Manero: un par de zapatos lustrosos avanzando al ritmo sincronizado de Stayin´ Alive. La cámara le sigue en su recorrido por las calle bulliciosas sin ningún aliciente aparte de las jóvenes de trasero prominente cuya visión bien merece una repasito nada furtivo: esta noche es mi futuro, primera de las varias sentencias que afloran como margaritas en estiércol a lo largo de la cinta. Habla el rey, estos son sus dominios; rey de las noches de gloria y los días de espera, rey del asfalto, dueño y señor en la modesta droguería en la que trabaja como dependiente, monarca de un reino que todo lo abarca menos el propio hogar.

Con el equilibrio familiar subvertido, a un rey depuesto –el pater familias, ahora en paro-, le ha sucedido un rey en ausenciis que no tardará en caer –el hermano sacerdote-. Para la comida, las tensiones se desatan en forma de sopapos encadenados provocando la sensación de una única bofetada que se reencarnara de uno a otro integrante del clan Manero. Nuestro héroe habita el escalafón inferior. Es el que recibe las bofetadas: ¡no me despeines!.

Tony se acicala para la batalla frente al espejo de medio cuerpo flanqueado por un panteón de hombres ilustres: Bruce Lee, Rocky, Farah Facet-Majors y Al Pacino. Escena crucial expuesta con una contundencia casi brutal: de la sex symbol, lo primero que contemplamos es un primerísimo plano de sus dos reconocidas glándulas mamarias, tal y como lo hubiera rodado el mismo Manero. Contraplano de nuestro héroe ataviado únicamente con unos calzoncillos de color negro: esta prenda ha pasado a la historia de los fetiches generados por el Séptimo Arte junto al guante de Gilda y la petaca de whisky que Marilyn se saca de la media en Con Faldas... Tony se ajusta la ristra de crucifijos y medallitas con santo alrededor del cuello en lo que constituye casi una ceremonia religiosa. No han transcurrido 10 minutos de proyección y ya hemos visitado tres de los espacios en que se desarrolla la narración: la calle, el ámbito laboral y el doméstico. Queda la discoteca de nombre significativo, 2001 Oddisey, el lugar donde los sueños cobran efímera realidad envueltos en luces de colorines, la insustituible bola de espejos colgando del techo, los ojos cegados por el humo, elementos todos ellos de un rito ancestral: el macho sale de cacería.

Manero precede a sus sobreexcitados colegas en el paseíllo, las aguas se separan a su paso. Como Marcello en La Dolce Vita, es el centro de todas las miradas. Instalado ahora en el tendido de preferencia, rodeado de los suyos, consume un siete siete y espera al destino vestido de mujer. Llega Annette a rendirle pleitesía, qué bonito corte de pelo tienes. Contemple el lector a Manero levantando indolente la mirada en dirección a las partes más visibles de la intrusa, luego más arriba. No hay disimulos. Entrégate, muñeca. Wayne convertido en Bogart convertido en Astaire: eres el rey de la pista. Pobre Annette, la gran perdedora de esta historia, ella nunca será Ginger Rogers, solo una más entre la legión de comparsas, alguien a quien usar y de quien olvidarse. ¿Me dejas que te seque la frente?. Pero Annette no puede evitar morirse por el simple espectáculo de ver a T.M. andando por la calle. Si no es Ginger Rogers será Mary Pickford, la amante desengañada dejará su paso a la sufridora repudiada y abandonada a las puertas del Phillips Dance Studio. Rechazado su ofrecimiento carnal, los preservativos caen de su mano como las cuentas del collar de Hedy Lamarr en Éxtasis. Manero la desprecia. Ahora, Annette es una cualquiera. El desafío no tarde en llegar en forma de una mujer con clase –dícese de las integrantes del sexo opuesto con las que es lícito relacionarse además de acostarse con ellas- por la que se siente irremediablemente atraído: la distante y enigmática Stephanie Mangano.

El futuro sale a su encuentro

Aparece Mangano y la imagen se diluye entre algodones en forma de filtros difusores, como si Badham, otorgando a la susodicha un trato preferente, participara de la distinción entre las cualquiera y las mujeres con clase. Mangano, claro está, pertenece a la segunda categoría, como que vive en Manhattan, se codea con la crême de la crême y se ejercita sobre la barra con música de Chopin. Stephanie no debe quitarse el chicle de la boca para hablar, ella no es de esas. Solo que también ella tiene sus problemillas (de identidad, desarraigo). Las largas peroratas autoexculpatorias y redundantes, sus mentiras evidentes para todo el mundo, menos para Tony Manero, tienen no obstante el noble propósito de embarcar al torpe dependiente provinciano hacia un destino conjunto en amor y armonía. Stephanie habla, la cámara se aquieta, una excepción en un film cuyos diálogos se suceden en forma de travellin´ ininterrumpidos.

En FSN se baila y se habla; lo primero, a cámara quieta o acompasado con movimientos de cámara suaves, envolventes, nada especulativos. Los diálogos se suceden en forma desordenada y dinámica. Las onomatopeyas, lo insustancial, las sentencias y los lugares comunes elevados a la categoría de sentencia forman parte de la expresividad adocenada y neta de Travolta-Manero, una mirada suya dice lo que no dicen las palabras que se le atraviesan en su aturdido cerebro. Manero carece de toda ambición. La seguridad que exhibe en la pista y ante los suyos, su fe en sí mismo, se torna en ingenua torpeza. Junto a la bella, de su mano, da comienzo a su toma de consciencia. Stephanie le lleva a la ópera, Manero se acomoda sus partes. Ahora proyecta una experiencia piloto consistente en baile y ensayos sin sexo: ¿se puede permanecer junto a alguien del sexo opuesto sin intentarlo?. Ofuscado, trata de violarla en el asiento de atrás del haiga, grave error que pagará con la separación provisional pues Stephanie no le abrirá las puertas de su corazón, y la de su casa, hasta cerciorarse de que ha aprendido la lección: ella no es una de esas (las mujeres a las que se puede violar impunemente), bien entendido que, en el código moral del barrio, la violencia sexual no constituye en sí un hecho relevante, al menos no tanto como la muerte violenta de un compañero de juergas –Bobby C- o la apelación a la progenitora de uno en términos injuriosos. En el caso de Annette, la violación por vía doble y consecutivo en el mismo haiga constituye mas bien una forma enérgica de hacer la corte en el que la hembra no tiene voz ni voto.

La cuestión queda zanjada del modo más contundente y menos políticamente correcto, sin detenerse en explicación ni justificación de ningún tipo que hubiera desviado el relato de su curso. Simplemente, Manero (¿arrepentido?) acude a la casa de la víctima y obtiene de ella el perdón y la promesa de un futuro de color rosa en el barrio de Manhattan. Para rubricarlo, el realizador nos pone a los Bee Gees (How Deep is Your Love). Sintiéndose traicionado como Jesucristo en el monte de los Olivos -ni vosotros, mis amigos, sois sinceros conmigo-, Manero –un hombre nuevo, aunque no sabemos por qué- reniega de su pasado. El hombre que os ha obsequiado con la vitalidad y la dulce pasión que soñabais, se encuentra ya al otro lado del puente habitando otra dimensión en la que es posible encontrarse con los astros del show business en la cola de la pescadería. Por lo demás, un final tan convencional como argumental y cinematográficamente inverosímil, acorde con el carácter de un film único e inimitable que, entre otras cosas, dejó instalado en el olimpo hollywoodense al nuevo Gene Kelly, este Travolta-manero que pronto regresaría a lo convencional -Grease, con la pavisosa Olivia Newton-John-, y la posterior redención (Quentin Tarantino)...

Chema García Martínez

(1). dícese de la obra artesanal que, habiendo resultado elegida por una minoría, es elevada al consumo de la mayoría.

Versión original del artículo publicado en Nickel Odeon  nº 25, invierno 2001 (José María García Martínez, "Por qué me gusta Fiebre del Sábado Noche")



2 comentarios:

  1. Francamente, nunca soporté ni la película, ni su música, es más, no logré terminar de verla ni por cuiriosidad.
    ¿Seré raro?

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  2. Sospecho que el raro soy yo, pero estoy acostumbrado y, de hecho, tú no eres el único que me ha escrito para decirme que la película es un engendro y que si yo estaba loco, más o menos. ¿Pero no dicen que todos los españoles tenemos un poco de quijotes?. Pues eso.

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