Robin Gibb, in memoriam
La edad enseña acerca de la
realidad de las cosas que quedan fuera del alcance del hombre y le colocan ante
la evidencia de su fragilidad, dígase de las enfermedades terminales, las catástrofes
de la Naturaleza
y qué película va a tocarle a uno cuando viaja en AVE.
He vivido experiencias verdaderamente
dramáticas al ver surgir en la pantalla el nombre aterrador de Julia Roberts,
que si no uno no se arroja del convoy en marcha en circunstancia semejante, ya no
lo hace en ninguna. A veces, sin embargo, salta la liebre. Así, en mi último
viaje, quiso el destino poner a mi alcance visual un film singular: “Footloose”,
remake de la película homónima de
1984, realizado veintisiete años después. En su arranque, un grupo de jóvenes
adictos al baile regresa al hogar levemente eufóricos. En éstas, el automóvil
que les conduce invade el carril contrario y se estampa contra un camión. Todos
sus ocupantes fallecen en el acto. De resultas de ello, la práctica del baile
va a quedar terminantemente prohibida en la región donde se desarrolla la
acción.
“Footloose” arranca donde “Saturday
night fever” lo dejó hace treinta y cinco años. La película, ciertamente notable,
es una metáfora de los nuevos tiempos. La fiesta ha terminado; cual renovados “cenicientos”,
los teenagers del nuevo siglo deben
estar de vuelta en casa a las 10 so pena de reclusión en el hogar por tiempo a
determinar.
“Footloose” es el musical de
la era Reagan, junto con “Fama”; el exacto reflejo del Nuevo Orden establecido
por el tal, cuyas consecuencias todavía vivimos, y sufrimos. Algo así como el
reverso negativo de “Saturday night fever”.
Me gusta bailar y me gusta “Saturday Night fever”. No soy un buen bailarín y, francamente, me importa un
rábano. Bailar es la manera más entretenida que existe de adelgazar, además de
la otra. Cualquier cosa menos calzarse un chándal y echarse a la Casa de Campo. Uno tiene su
dignidad.
Por dónde, Robin Gibb –un
nombre tan unido a la cinta que dio a conocer a John Travolta- termina de pasar a mejor vida, como es sabido
por haberse publicado la noticia ad
nauseam en los sitios en que suelen publicarse este tipo de noticias,
fotografía incluida. Y luego va el listillo al que se termina de encargar una
apresurada necrológica, y recuerda al R. G. de sus primeros discos con los Bee
Gees, los buenos, y se olvida de cuanto vino después, Tony Manero, “Stayin´
alive”, etc., negando cualquier validez a la contribución del susodicho a uno
de los fenómenos más fascinantes que produjo el género humano durante la promiscua/convulsa/confusa/puede
que utópica década de los setenta. Lo que, por cierto, nada tiene que ver con
el hecho de que la voz en falsete del finado me ponga de los nervios, ni que
resulte difícil concebir un sonido más desagradable que el que emanaba su
garganta, a no ser el de la gaita en sus diversas variantes (gallega, asturiana
o escocesa).
Uno vio “Saturday Night fever”
en su momento sin dar crédito a cuanto desfilaba ante sus atónitos ojos, aún
sin atisbar el verdadero alcance de la cinta, para lo cual iba a precisar de la
perspectiva del tiempo. Escribí sobre el tema en un número de “Nickel Odeon”,
la revista. Elegí “Saturday Night fever” sobre los demás musicales de la
historia del cine en un número dedicado a ese género, y hay quien pensó, y
todavía piensa, que me falta un tornillo. Motivos, no les faltan.
Por lo que a servidor
respecta, “Saturday Night fever” es un documento fascinante y un verdadero tratado
de la más alta filosofía. La inagotable riqueza de matices que atesora la
película garantiza materia de reflexión suficiente por décadas; eso, sin contar
con su innegable valor testimonial. Cualquiera que pretenda entender la década
de los setenta, deberá acudir necesariamente a esta fuente inagotable de
sabiduría. Ni Paul Auster ni William Burroughs: Robin Gibb y John Travolta.
Hace sesenta años que la oronda Graciela nos
enseñara que el “cerebro es lo último / yo no quiero me digan que lo último no
sirve pa´ gozar”. Uno se siempre se ha preguntado por qué utilizar la sesera
y mover los pies al son de la música son tenidas por prácticas incompatibles. Para
los tratadistas y las gentes del saber, el baile es un lastre del que hubo de
librarse el jazz para que la nave no se viniera a pique, o algo así. El jazz se
hizo adulto -“moderno”- con el personal diseccionando con gesto severo las
improvisaciones de Charlie Parker y Thelonious Monk sin mover sus posaderas del
asiento. ¿Fue así, realmente?.
Por donde, Dizzy Gillespie
afirmaba que el bebop siempre se bailó: los que no bailaban, decía, eran los
críticos. Y también Lester Young, quien hallaba la inspiración para sus solos en
la pista de baile, y lo mismo Wayne Shorter (véase mi entrevista al interfecto
en algún lugar de este blog), Steve Lacy (un notable bailarín de samba) o Dave
Holland quien, en su encuentro con el maestro Habichuela, no se coscó de qué
iba el asunto del jondo hasta que el hijo de éste le hizo unos pases a modo de
demostración. Hay que haber bailado para entenderlo.
Siempre me ha fascinado la
cantidad y variedad de maneras que ha encumbrado el ingenio humano para
retorcer el esqueleto al ritmo de la música. De Fred Astaire al pogo. De Nijinsky al “Que baile la gorda”.
En la pista de baile todos somos iguales.
Te recordaremos, Robin Gibb;
pero mejor, calladito.
Chema García Martínez
Blog muy informativo post.Really ganas de leer más. Cool.
ResponderEliminarwifi robin
Muchas gracias y un fuerte abrazo.
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