lunes, 4 de junio de 2012




Robin Gibb, in memoriam

La edad enseña acerca de la realidad de las cosas que quedan fuera del alcance del hombre y le colocan ante la evidencia de su fragilidad, dígase de las enfermedades terminales, las catástrofes de la Naturaleza y qué película va a tocarle a uno cuando viaja en AVE.

He vivido experiencias verdaderamente dramáticas al ver surgir en la pantalla el nombre aterrador de Julia Roberts, que si no uno no se arroja del convoy en marcha en circunstancia semejante, ya no lo hace en ninguna. A veces, sin embargo, salta la liebre. Así, en mi último viaje, quiso el destino poner a mi alcance visual un film singular: “Footloose”, remake de la película homónima de 1984, realizado veintisiete años después. En su arranque, un grupo de jóvenes adictos al baile regresa al hogar levemente eufóricos. En éstas, el automóvil que les conduce invade el carril contrario y se estampa contra un camión. Todos sus ocupantes fallecen en el acto. De resultas de ello, la práctica del baile va a quedar terminantemente prohibida en la región donde se desarrolla la acción.

“Footloose” arranca donde “Saturday night fever” lo dejó hace treinta y cinco años. La película, ciertamente notable, es una metáfora de los nuevos tiempos. La fiesta ha terminado; cual renovados “cenicientos”, los teenagers del nuevo siglo deben estar de vuelta en casa a las 10 so pena de reclusión en el hogar por tiempo a determinar.

“Footloose” es el musical de la era Reagan, junto con “Fama”; el exacto reflejo del Nuevo Orden establecido por el tal, cuyas consecuencias todavía vivimos, y sufrimos. Algo así como el reverso negativo de “Saturday night fever”.

Me gusta bailar y me gusta “Saturday Night fever”. No soy un buen bailarín y, francamente, me importa un rábano. Bailar es la manera más entretenida que existe de adelgazar, además de la otra. Cualquier cosa menos calzarse un chándal y echarse a la Casa de Campo. Uno tiene su dignidad.

Por dónde, Robin Gibb –un nombre tan unido a la cinta que dio a conocer a John Travolta-  termina de pasar a mejor vida, como es sabido por haberse publicado la noticia ad nauseam en los sitios en que suelen publicarse este tipo de noticias, fotografía incluida. Y luego va el listillo al que se termina de encargar una apresurada necrológica, y recuerda al R. G. de sus primeros discos con los Bee Gees, los buenos, y se olvida de cuanto vino después, Tony Manero, “Stayin´ alive”, etc., negando cualquier validez a la contribución del susodicho a uno de los fenómenos más fascinantes que produjo el género humano durante la promiscua/convulsa/confusa/puede que utópica década de los setenta. Lo que, por cierto, nada tiene que ver con el hecho de que la voz en falsete del finado me ponga de los nervios, ni que resulte difícil concebir un sonido más desagradable que el que emanaba su garganta, a no ser el de la gaita en sus diversas variantes (gallega, asturiana o escocesa).

Uno vio “Saturday Night fever” en su momento sin dar crédito a cuanto desfilaba ante sus atónitos ojos, aún sin atisbar el verdadero alcance de la cinta, para lo cual iba a precisar de la perspectiva del tiempo. Escribí sobre el tema en un número de “Nickel Odeon”, la revista. Elegí “Saturday Night fever” sobre los demás musicales de la historia del cine en un número dedicado a ese género, y hay quien pensó, y todavía piensa, que me falta un tornillo. Motivos, no les faltan.

Por lo que a servidor respecta, “Saturday Night fever” es un documento fascinante y un verdadero tratado de la más alta filosofía. La inagotable riqueza de matices que atesora la película garantiza materia de reflexión suficiente por décadas; eso, sin contar con su innegable valor testimonial. Cualquiera que pretenda entender la década de los setenta, deberá acudir necesariamente a esta fuente inagotable de sabiduría. Ni Paul Auster ni William Burroughs: Robin Gibb y John Travolta.

Hace sesenta años que la oronda Graciela nos enseñara que el “cerebro es lo último / yo no quiero me digan que lo último no sirve pa´ gozar”. Uno se siempre se ha preguntado por qué utilizar la sesera y mover los pies al son de la música son tenidas por prácticas incompatibles. Para los tratadistas y las gentes del saber, el baile es un lastre del que hubo de librarse el jazz para que la nave no se viniera a pique, o algo así. El jazz se hizo adulto -“moderno”- con el personal diseccionando con gesto severo las improvisaciones de Charlie Parker y Thelonious Monk sin mover sus posaderas del asiento. ¿Fue así, realmente?.

Por donde, Dizzy Gillespie afirmaba que el bebop siempre se bailó: los que no bailaban, decía, eran los críticos. Y también Lester Young, quien hallaba la inspiración para sus solos en la pista de baile, y lo mismo Wayne Shorter (véase mi entrevista al interfecto en algún lugar de este blog), Steve Lacy (un notable bailarín de samba) o Dave Holland quien, en su encuentro con el maestro Habichuela, no se coscó de qué iba el asunto del jondo hasta que el hijo de éste le hizo unos pases a modo de demostración. Hay que haber bailado para entenderlo.

Siempre me ha fascinado la cantidad y variedad de maneras que ha encumbrado el ingenio humano para retorcer el esqueleto al ritmo de la música. De Fred Astaire al pogo. De Nijinsky al “Que baile la gorda”. En la pista de baile todos somos iguales.

Te recordaremos, Robin Gibb; pero mejor, calladito.

Chema García Martínez

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