Díptico del 10
El peso del mito (o el asidero del aire)
La confesión del jugador de que en una reencarnación
volvería a ser el mismo, Maradona, y en un programa de tv, reconocer como ideal
o apropiado tener una lápida de agradecimento a la pelota – gracias vieja,
también dijo Di Stefano –, revela que el mito ya convivía con la persona, el
apellido con el nombre compuesto de pila, así como con el apodo del Diez/D10s
siendo de Lanús, de Villa Fiorito. Una sonoridad alargada, con eco de
medicamento, antídoto, sobre todo en Nápoles o en toda Argentina. Abisal, para
ambos lados del pharmakon: cura y veneno y viceversa, en rotación o
alternancia. Haber hecho esa jornada biográfica de tantos altibajos desde el
fútbol, desde un origen en que la palabra miserable se queda corta, sin luz y,
como alguíen dijo, con sólo electricidad en las piernas, vivir hasta la
extenuación de su persona, es una prueba más que fehaciente de estar ante una
figura de orden simbólico, emblemática, que inunda el mundo estos días como un
aluvión subjetivado, siempre desde el fútbol, incluso a pesar de las diversas
malezas y contradicciones con que se enfrentó, primero, creó, después, sufrió
siempre, en una verdadera sucesión de vaivenes sismográficos de vida, una casi
ruleta rusa marca dramática de la casa (de bastidor de tango).
La complejidad del personaje Maradona empezó
temprano, por tanto, con una biografía que va saltando etapas como capas
tectónicas, y en las que habrá cambios de timón bruscos: su aparición estelar,
el deslumbramiento argentino, el endiosamiento de hombre anuncio, el pérfido
clan Maradona, el dinero, el descubrimiento de la droga… el éxtasis
futbolístico, las lesiones, las recuperaciones, las oscilaciones de peso,
estado, salud, las recaídas, la adición alcohólica, los excesos, los
reequilibrios, la fama más allá de la fama... Y en ese recuento digno de larga
serie, de personaje de cine clásico, se incluye la protección o cobardía
siempre en looping de El Flaco Menotti para no llevarlo al Mundial del
78, un dolor majestuoso, cuando ya era un clamor popular, cuando el pibe
que salía en el medio de los encuentros para circundar las cuatro líneas del
campo sin dejar el balón caer era ya memoria en la retina, algo, por otra pate,
que evitó tener que darle la mano al General Videla. Un itinerario lleno de
percances, subidas y bajadas, como su condición de rehén de la Camorra...o la
vida de maraja endiosado, muchas veces sin separación ni polaridades ajenas.
Vicisitudes y más vicisitudes de todo signo. Lo que
también puede llevar a simplificaciones de un lado o de otro. Así como se sabe
que lo politicamente correcto también vive de réditos y rentabilidades, con
perdón, de ciertas traduciones simples e interpretaciones al calor del
momento, maniqueas, poniendo el foco en
un lado exclusivo. Así, el otro talón de Aquiles del mito Diego Armando
Maradona, aparte de la droga, fue, sin duda, las relaciones con el otro género,
con sus compañeras, su comportamiento a veces de signo machista, revelado por
denuncias expresas y algunas noticias difundidas en medios y páginas de prensa.
Contrabalanceando negativamente su amor filial, conturbado y declarado, seu
lado familiar. La hemeroteca maradoniana es una fábrica de la cultura del
espectáculo, una industria del entretenimiento, que él mismo alimentó hasta
cierto punto y luego no supo driblar. En el campo parecía más fácil regatear y
escaparse, a pesar de las asesinas entradas que sufrió (hay también vídeos de
eso, reportajes violentos no aptos para sensibilidades delicadas),
precisamente, por ser un artista, un genio de su especialidad deportiva, más
que un malabarista, un poeta del balón.
Como inciso en estas coordenadas mediáticas, se debe
decir que Maradona asciende al estrellato no sólo muy pronto – entre Argentinos
Juniors y Boca Juniors – como en una fase clave de la comunicación que pronto
empezará a ser global, después digital, con todo lo que esto supone. Gestionar
su figura de jugador y luego de ex-jugador mítico y lidar con sus contextos
adversos pronto se significó como una tarea hercúlea, épica. Trampa y
laberinto. Una odisea para una época que pasa de ser informativa para ser
icónica, donde lo visual y la velocidad amplificará todo y banalizará gran
parte. Es el reino de los paparazzi y los drones, de la delicuencia
informativa y su vírus comunicacional, lo que no dejó de ser una parafernalia
perversa que el jugador tuvo que vivir más que famosos de otras áreas, casi
como un gesto del destino (Maradona o la fuerza del sino). Así vivió sucesos
lamentables en directo, como si fuese una versión del film El show de
Truman, disponibles ad eternum en el libro de arena de la web, para
la legión mórbida que no para de crecer con el unguento tecnológico. En
esta sobredosis pública, de pobreza espiritual – de falta de empatía política,
histórica, de representación – se explican muchas devociones sinceras y
desnorteadas, empero también situaciones locas como disparar balines a un
asedio literal de periodistas por parte del jugador, o entonces, bajando las
escaleras de la degradación, fotografiarse sin escrúpulos el personal de la
funeraria con el jugador fallecido en el ataúd y, logicamente, divulgar la
susodicha imagen como retrato lúgubre. Como parte de un mismo territorio sin
límites, zona cero moral, reality show. No es de extrañar que Jurgen
Klopp, el técnico alemán, incluso sin saber de esta noticia escabrosa,
manifestase que se hubiera ayudado más a Maradona si no se le hubiese pedido
tanto selfie.
Así como sus fueras de sí están cartografiados,
catálogados por el circo mediático, casi de forma nociva, la pulsión,
intensidad, belleza, invención, elegancia, técnica y genialidad de su
comportamiento futbolístico también, incluyendo en el negativo de la imagen, su
batalla campal con el Barça contra el equipo del Athletic de Bilbao en una
final de Copa de 1984 (a recordar, justicia sea dicha, la criminal entrada por
detrás de Goikoetxea, “el carnicero de Bilbao”, destrozándole el tobillo en
temporada anterior y sin expulsión). Y entre paréntesis, y a cuento, la
confesión de nunca encontrarme entre los mea pilas que denunciaron el
comportamiento visceral de Zidane con su cabezazo mundial, bien marsellés por
cierto (Eric Cantona que lo diga, incluso ya como actor en la serie Desrecursos
humanos), dirigido al vulgar provocador de Materazzi – que no fue expulsado
ni amonestado siquiera –, visando, dicen las lenguas oficiales, el edén de la
educación infantil como ejemplo naif de la FIFA, otro absoluto
hipócrita.
Una organización, esta última, de la cual se podría
hacer facilmente una película de cine noir o una trilogía en tres partes, en
las manos de Francis Ford Coppola, para ilustrar el bastidor corrupto,
manipulador, de perverso poder fáctico que ejerce sobre el fútbol, como parte
de la rueda económica neocapitalista (ficcional, extorsiva, de la imagen).
Maradona, siguiendo una senda quijotesca, se enfrentó a ella, como a la AFA. Se
posicionó contra la dirigencia y el sistema del fútbol, todo un imperio al que
pertenecía de forma paradójica, contradictoria. Y así se entiende como defendió
al gremio de los futbolistas, una rara clase trabajadora tan semi-inconsciente
cuanto favorecida, explotada y privilegiada. Y se asoció a iconos de cierta
izquierda tradicional, popular (Fidel Castro, Hugo Chávez, Evo Morales),
calificó de asesino a George Bush y de títere a Donald Trump, y mantuvo un
cierto contencioso con lo que podría denominarse, popularmente, la canalla. Ese
mundo de poderosos que no deja de tener nunca alergia a lo colectivo, aunque
sea obligatorio disfrazarlo. Y Maradona extrapolaba su mero pasado de
deportista. Resulta sintomático que la imagen del jugador no sólo haya estado
presente en los homenajes intercontinentales de los estadios de fútbol de medio
mundo (hacer una M los jugadores o salir todos con el mismo 10 en la espalda),
y a la vez presente en una recientísima movilización callejera parisina contra
la nueva ley de Seguridad en Francia que protege a la policia.
De hecho, su cable de tierra no dejó nunca de estar
conectado popularmente, con sus raíces humildes, familiares, estando donde
fuera, incluso en el Vaticano o compartiendo escena con Pelé (quien declaró de
forma sensible en estos días que jugará con él en el cielo) – de ahí procede
parte de su atración y hechizo, un imaginario paralelo, aproximado a su zurda
mágica. Aquella que en 10,6 segundos se sirvió de una Inglaterra postMalvinas
para firmar una obra de arte, ya más cerca de la fábula, y como genio de la
lámpara que hacía jugar a los otros, dentro de su Mundial, el de 1986 (a
sabiendas que pudo estar en el 78, no cuajó en el 82, casi gana en el 90 y en
el 94 fue expulsado por la sustancia efedrina, después de perder 17 kilos para
ir para que “le cortaran las piernas” como confesó).
En este contexto sobrenatural, en el día del súbito
fallecimiento, un amigo artista, me envió un whatsapp ex-profeso,
diciendo que con el tatuaje del Che en el brazo, Maradona ya tendría un salvo
conducto que daría acceso al homónimo de él en el cielo. Esa entrada en el Olimpo,
en Argentina, así como en el medio futbolístico de todo el mundo ya había sido
cumplida, garantizada, y en vida. Esa entrada directa en cierta mitología
iconográfica (visible visualmente en Buenos Aires y Nápoles), el propio Andy
Warhol podría haber retratado, en su doble faz de eros y thanatos, de tensión
público-privado, con la sociedad atenta a los más de 15 minutos de noticia,
fama. De infame fama, que diría Borges. De hecho, la etíqueta del diez/D10s
respondía, como decía Eduardo Galeano en su retrato, a un díos sucio, lleno de
defectos e imperfecciones, y en ese sentido, como ha incidido la prensa
francesa en algún obituario, correspondiente a un dios pagano, o sea, profano,
capaz de errores menudos y mayúsculos, de liarla parda.
Cuando la pelota es cuadrada es cuando muere
Maradona. Él la mantuvo, a pesar de todo, sin mácula, con su contraseña,
limpia: la pelota no se mancha. Y ya jugó en el puro barro de un campo
cualquiera de la perifería napolitana, Acerra, em 1984, con el equipo de entonces
– y sin permiso del club – para apoyar economicamente a un padre que necesitaba
dinero para operación de su hijo (los relatos de solidariedad son vox populi).
Para quien todavía le gusta el fútbol, estando quien escribe incluído, a pesar
de la FIFA, UEFA, clubes-estado, explotación laboral, mediatización de los
medios, banalidad comunicativa, crítica asexuada, etcétera, el fútbol de
Maradona corresponde a la esfera del arte – como se diría de Johan Cruyff, casi
un contemporáneo suyo – y como todas las deudas mágicas, ella es infinita, el
agradecimiento puede ser eterno, hasta las lágrimas, como si uno fuera un poco
argentino.
Cuando los homenajes ya vienen de todos los lados,
hasta de los enemigos o desafectos, como corresponde a un icono del siglo XX y su
después, toca vislumbrar el litigio que se abre ahora con el mito en ciernes,
en su nuevo andamento, pues la muerte amplifica todo, y mucho más lo que ya se
era; toca pues entonces adivinar cuál es el lugar patrimonial, el sitio
verdadero que ocupará Maradona, una vez el luto más emocionado pase, pues nunca
la historia del deporte se verá en una situación parecida por todas las
circunstancias reunidas, por el lado dramático de una biografía. Mas allá de
los diversos empoderamientos narrativos – pobres palabras ambas donde las haya
– estará omnipresente la famosa búsqueda del relato y su victoria o imposición.
No obstante, el debate de su legado no parece estar atribulado, dependiente de
su persona, y si vive ya entre cierta beatificación y culto y los cuestionamientos
laterales de rigor, su figura pasa ya por algunas moralizaciones,
cuestionamientos partidistas que no solo relativizan su perfil emancipatorio
como afilan su contrario, juntando o no los varios lados de un prisma personal
excesivo para reducionismos. El énfasis en los defectos (representante y
víctima del patriarcado) quiere poner en solfa otros criterios de actuación
personal encomiables (solidaridad, rebeldía, resistencia, posición…).
Si a Argentina, como dice un querido amigo
paulistano, no le gusta enterrar a sus muertos, significa que convive con
ellos, con Gardel, Evita, Perón, tal vez con la compañia de el Che, Piazzolla,
con paseos de Borges, y ahora con Maradona, al otro lado de la avenida, del
estadio. Durante mucho tiempo, un médico decía ininterrupidamente que su
corazón vivía con una carta de defunción. Pero aún así se salvó de tres muertes
anunciadas. Resucitaba después de caídas y recaídas, y con eso la gente se
acostumbró a las reapariciones, a sus vueltas y resurreciones. Las varias vidas
del jugador del Cebollitas, Argentino Juniors, Boca Juniors, Barcelona,
Nápoles, Sevilla, Newell´s Old Boys, Boca Juniors, se acumularon a la más vida
– que diría el poeta Oliverio Girondo – ofrecida con pasión a la selección
argentina. Súmense las existencias de entrenador, las experiencias limítrofes
en Argentina, los Emiratos Árabes, México, de vuelta Argentina...
Por otra parte, el lugar que la imagen ocupa en
Maradona se instaura como un debate complementario en curso, en movimiento, pero
fundamental. Pues siempre habrá una distancia interna interesante entre el
aparecer de la imagen y lo que ella hace aparecer. Con la muerte del jugador
las imágenes de su fútbol – su legado plástico, histórico –, conducen a una
poética que es sólida imagética, dispuesta para su reconsumo, memoria y
celebración, parte de una cultura popular que llega a las cotas de excelencia.
Su acervo estético lleva a una experiencia imaginal pública, en que, como puede
ocurrir con otras actividades artísticas del movimiento – ya fue relacionada la
danza al fútbol por mentes abiertas – lo que permanecerá será ese fundo
inagotable cuando la apariencia escapa, como ya dijo algún teórico francés.
Así, el lugar de Maradona también es el lugar de la imagen, su lado icónico (ya
sucedió a su modo con el Che): ver casi lo que no conseguimos ver o creer.
Parece ser pues un signo de futuro maradoniano el
hecho de que sus imágenes tengan un algo a más, huyan de la simple
transparencia ideal, supuesta, recomendada por los traductores de la realidad
más esquemática o aprehendida. Hasta el punto de que las imágenes futbolísticas
como tales son figuras, son la verdadera figura constelativa de Maradona. Otras
operaciones de lectura más simplificadoras, siempre mas tendenciosas, estarán abocadas
al fracaso. Posiblemente, el jugador sabía ya de eso, de su lugar conquistado
con su actuación real a través de una visualidad fluctuante, mágica, lo que
para el logos más predicativo (platónico), sería un conflicto, algo
inconcebible. Maradona propone así un logos icónico, que va a permitir a quien
sea pensar con los ojos, realizar esta invocación (anímica, afectiva,
democrática, horizontal). En la poética del jugador, en su estética, no
separada nunca de su páthos ni de su afecto, hay una invitación expresa
a compartir sus imágenes en su creación de sentido (y difícil tarea
hermeneútica será esta aportación para sus detractores en otras causas).
Diego Armando Maradona necesitaba descansar su vida
exultante y gastada, errada y feliz, despilfarrada e intensa hasta el tuétano,
complicada siempre hasta la autencidad, necesitaba repartirse finalmente de una
vez entre la gente – esa multitud millonaria del velorio y el entierro deja
claro ese perfil espiritual de trasvase, su tamaño colosal, antropológico –; el
jugador necesitaba descansar las rodillas, el propio corazón, de tanta
representación simbólica, soltar lastre cual Sísifo, cual ídolo dionisíaco –
dijo María Moreno – (demasiado afecto, energía, intensidad, el todo y sus
contextos), necesitaba urgentemente reunir Maradona con Diego, en un flashback
con perfume a eterno retorno, cuando ahora el peso del mito no le pesa más,
está mejor distribuido, colectivamente, ya en el asidero del aire.
Adolfo
Montejo Navas
"¿Tú quoque, Diego Armando?
¡Los cobardes mueren varias veces antes de expirar!
¡El valiente nunca saborea la muerte sino una vez!
William
Shakespeare, “Julius Caesar”
Sabíamos que eras un pintas,
un fulero, un abrazafarolas y, aun así, o por eso mismo, te queríamos. Sí, te
queríamos. Eras uno de los nuestros, un héroe de carne y hueso, un dios en
permanente contradicción consigo mismo con la tendencia a meter la pata hasta
el corvejón, Jesucristo en la tierra. Y nosotros, pecadores, nos veíamos en ti.
Te digo hasta siempre
capitán,
Llegó el tiempo de volar…
Luis Alberto Spinetta, “Pelusa”
Maradona pertenecía a la
categoría de los mitos creíbles, desde Robin Hood a Lady Diana Spencer o la
Beth Harmon de “Gambito de dama” (62 millones de espectadores), cada una/o a su
estilo. Héroes/heroínas del pueblo, con un pie en Dios, o en el palacio de
Buckingham, y el otro en la botella, o en la aguja. Nada que nos venga de
nuevas. Los aficionados al jazz estamos acostumbrados a convivir con la
complejidad de quienes pasan de interpretar la más enternecedora balada a
torturar ancianitos indefensos en sus ratos libres. Y, sí, hacíamos oídos
sordos a sus “excesos” de cualquier orden. Y, sí, les adorábamos, sin ver la
necesidad de sentirnos culpables por ello. “Los dioses no necesitan de nosotros”,
escribía Ebbe Traberg, Maradona sí. Dios, héroe y antihéroe todo en uno.
Es un guerrero
Es un ángel y se le ven las alas heridas
Es la Biblia junto al calefón
Tiene un guante blanco calzado en el pie
Del lado del corazón
No me importa en qué lío se meta
Andrés Calamaro, “Maradona” (el subrayado es mío)
España creo al antihéroe
e hizo del mismo un género literario. Hay que leer “El buscón”, tan moderno,
tan Bukowski, como hay que leer “El lazarillo” o “Rinconete y Cortadillo” (esta
menos). Un tipo corto en aspiraciones y largo en hambres dio vida a quien,
buscando ganarse el sello de heroicidad, terminó convertido en el mayor de
todos los antihéroes. Hay que estar bien cargado de alforjas para leer el
Quijote, primera novela alucinógena de la historia.
(Salta la noticia: “!ha
muerto Madonna!”, “no, quién murió fue Maradona”, la comunidad LGBTQ en todo el
mundo respira aliviada).
Como Belmonte, Maradona hizo
cuanto estuvo en su mano para morir en el ruedo mientras se representaba a sí
mismo en el papel del rey Coerse de la Corte de los Milagros. Claro que el
matador fue más incisivo: aprovechó un momento en que el personal miraba para
otro lado para abrirse la tapa de los sesos de un pistoletazo.
A lo largo de estos años,
Maradona me ha proporcionado incontables momentos de felicidad sobre los verdes
campos y, acaso más, fuera de ellos, viendo su imagen reflejada en el espejo
del bar, la tertulia, la pantalla de TV. Primero fue el film que se dedicó a
sus años en Nápoles, que me ayudó a sobrellevar el tedio en uno de los tantos
viajes transatlánticos, y volví a ver una, cien veces, por puro gozo. A ello
siguió la serie documental de su paso por la ciudad de Sinaloa –of all places…- para entrenar al equipo
local. Como Berlanga, el cineasta, Maradona se ganó el derecho a un adjetivo
propio, Maradona maradoniano, maradoniando, maradonista.
Llegué a cruzármele en un
control de maletas, en el aeropuerto de Barajas, de donde se deduce que viajaba
en clase turista (los señoritos tienen su propio acceso) “!Hola, Maradona!”,
“¿me puedes ayudar con la maleta?”, fue nuestra conversación. Le ayudé. Pensándolo
bien, me la jugué.
En Brasil, donde vivo, la
muerte de Maradona ha servido para que se hable de Pelé, lo que dice muy poco
de la autoestima del brasileño y mucho, y no bueno, de la clase periodística en
este país. “Maradona es el cuarto mejor jugador de la historia, primero viene
Pelé, luego Pelé, luego Pelé y luego Maradona” (oído por la Radio). Valga el
vídeo en Youtube con Pelé cantándole al oído a su rival-y-sin-embargo-amigo...
Quem sou eu, Maradona,
Quem é você.
Você quer ser eu,
E eu quero ser você.
Maradona era tierra, Pelé,
aire. Maradona no tuvo a Sócrates, ni a Garrincha (un pre maradoniano en sí
mismo), ni a Rivellino, a su lado, y sí a Goikoetxea, o Goicoechea, en frente. Maradona
fue el abogado de los imposibles, el caudillo de las guerras perdidas y vueltas
a perder, proveedor de nuestras dosis de épica necesarias para sobrevivir, que
donde no llegaron los cañones en las Malvinas llegó “Marado-Marado” con la
ayuda de la Providencia poniendo al pérfido albión en su lugar, y al infame guardameta
Shilton en el banquillo de los infieles indignos de toda consideración. Resulta
irónico pensar que, hoy, aquella gesta de la geopolítica futbolística hubiera
caído presa en las garras del VAR, expresión orwelliana de un dominio urbi et
orbi que el aficionado cabal rechaza con determinación, como un insulto a su integridad
(se entiende que Maradona, como tal, sea un fenómeno en extinción).
¿A quién va a creer usted, a mí o a sus propios ojos?
Chico Marx, “Duck soap”
Debo decirlo: Pelé era mi
ídolo, y lo siguió siendo hasta el día en que fui llevado de la mano (las malas
amistades…) por el camino de baldosas amarillas que conduce al lado oscuro de
la fuerza y a George Best, Mágico González y Maradona (la atracción del abismo,
etc.), así como mi ideal femenino pasó de la flor de virtud a la femme fatale, la perdida, y Grace Slick.
Y en esas andaba uno,
cuando se le vino un post/comentario de una querida amiga dibujando la imagen
del finado con los trazos de un hampón, un personaje siniestro, un tramposo (lo
fue) y un depredador sexual con la costumbre de maltratar a sus parejas, lo que
parece ser cierto de toda certeza. No me lo esperaba.
Sugiere la arriba
mencionada separar al autor de su obra, el dios, o el antihéroe, del
futbolista, lo que parece razonable, caso de ser posible; solo que no lo es. Sucede
que la maradoneidad –el concepto de lo maradoniano- no permite la escisión de
ninguno de sus componentes so pena de afectar al resultado final. Expurgar su
imagen pública para amoldarla a lo que querríamos que hubiera sido y no fue,
resulta tan inverosímil como pretender que es posible disfrutar de su genio sin
igual en el gramado al tiempo que despreciamos al ser humano, la razón contra
el corazón, y viceversa. La contradicción, en su caso, no solo forma parte del
mensaje, sino que es la base del mismo.
Se entiende que el
deporte, como el sexo, basa su poder de atracción en su carácter irracional, su
apelación a la barbarie entendida como acto de liberación individual
en lo colectivo, el hecho de constituir un punto y aparte en la grisura del día
a día, pero hay cosas que, sencillamente, están más allá de lo permisible o
aceptable, ni aun tratándose de un dios/antihéroe actuando bajo el síndrome de
abstinencia. Puedo lidiar con –casi- cualquier cosa, menos con eso; lo escribo
al tiempo que me pregunto si estoy siendo honesto conmigo mismo.
Seguramente, todo ello –los abusos, los maltratos - estaba en el documental sobre los
años napolitanos del susodicho del que vengo hablando, sin embargo, no lo vi, o
no lo quise ver. Podría decir que me cegó la pasión, aunque no estoy seguro que
fuera así. Seguramente lo fue.
Epílogo.
Me asombra y perturba la
capacidad del ser humano para no ver; la facilidad con que cerramos las
ventanas de la memoria, como si lo que se quiso no ver/recordar nunca hubiera
existido (claro que todos tenemos nuestros muertos en el armario, pero no vale
como excusa). El caso de aquella Euskadi envuelta en la neblina gris y grana
que uno conoció en sus visitas recurrentes a los festivales vascos durante los
años de plomo, que “Patria”, la serie basada en el bestseller homónimo, nos trae de vuelta en toda su crudeza.
Porque hay olvidos que queman…
Alfredo Zitarrosa
Vista en la doble
distancia del tiempo transcurrido y la lejanía física, “Patria” produce en
quien vivió todo aquello un sentimiento arrasador que puede desembocar en lo
que llamaríamos un “cortocircuito emocional”, llevado por la imposibilidad de
entenderse uno a sí mismo o, peor todavía, entendiéndose perfectamente. No hay
nada más maradoniano que eso.
Chema García Martínez