miércoles, 22 de febrero de 2012

LOS GOYA: UNA REFLEXIÓN PERSONAL

"Polyester", de John Waters: estrenada en un cine de la Gran Vía madrileña con sistema "Olorama"

Que conste que lo intenté. “A lo mejor soy injusto con los Goya”, me dije; “¿y si estoy equivocado?”. Pero nada. A mitad de la gala, ya estaba yo a lo mío, dormido como un bendito, mientras Eva Hache seguía a lo suyo y Almodóvar buscaba en vano la puerta de salida más próxima. Coñazo de gala, oiga usted.

La cosa, que el año pasado, éstos mismos Goya me cogieron a traición. Estaba uno pasando unos días de relax, o esa era mi pretensión, en un coqueto apartamento contiguo a la plaza de Ópera, cuando se me vino encima aquel derroche de nuevorriquísmo desbordado/desbordante, con las “estrellas” de medio pelo entrando en coche de caballos en el Teatro Real y cosas así. Pero, sobre todo, fue el puñetero helicóptero revoloteando día y noche sobre nuestras santas cabezas, y el foco iluminando lo que no tiene por qué iluminarse por pertenecer al ámbito de lo íntimo de cada cual. ¡Pero qué coño es esto!. Uno no tenía vivido nada semejante desde un viaje que realicé a tierra palestina, con los potentes iluminadores del ejército israelí en lo alto de las torretas apuntando 24 horas al día a la población civil. Ya sé que no es lo mismo, pero… luego vino el 15M y la respuesta de nuestros munícipes trayéndonos de vuelta al moscón impertinente, no fuera que a alguien se le ocurriera organizar una protesta masiva contra el orden establecido a las 4 de la mañana, cosas más raras se han visto. En aquellas noches de insomnio llegué a preguntarme si aquel sería el mismo aparato que utilizaron los unos para una cosa y los otros para otra; el que me tuvo durante semanas mirando al cielo y maldiciendo al piloto, su familia y la de quienes decidieron que el personal en tierra no somos de fiar.

Aquella fastidiosa gala de aniversario de alguna cosa me irritó como pocas cosas en la vida, y pensé escribir algo al respecto. Si no lo hice, fue por pura vaguería.

Aquí donde me leen, provengo de una familia de rancio abolengo cinematográfico. Se puede decir que he crecido delante de la pantalla (la grande) y, de alguna manera, se suponía que mi futuro estaba ahí, en el cine. Durante un tiempo seguí esa estela. Estuve trabajando en un organismo oficial dedicado a la promoción y difusión de la cosa fílmica. Hasta que no pude más. Si el cine es hermoso, cuanto lo rodea –el mundo del cine- es un indigesto tutti frutti de intereses creados y egos desmesurados corriendo tras de la pasta, marica el último. Y a mí, lo que me gustaba, era el cine, y qué le iba a hacer. Con esto que, apenas llegado, hice las maletas y me fui por donde había venido poniendo término a una prometedora carrera en el medio. A ser sincero, no estoy seguro de poder decir que dimití, aunque es posible lo hiciera; al menos, me dejé dimitir. Adiós, muchachos, hasta nunca. Algunos me llamaron loco, y seguramente tenían razón. De algo estoy seguro: hoy, mi presente sería otros de haber seguido por aquel camino. Por ejemplo, hubiera podido darme el gustazo de no acudir a los Goya, o hubiera ido y montado la de San Quintín, como Marlon Brando en los Oscar. ¿Vieron a Almodóvar en la gala de marras, su expresión bajo las gafas de sol de "qué hace un chico como yo entre todos éstos”?. Un poema.

Los Goya, tal y como están concebidos (cabe imaginar que otros Goya más asentados en la realidad del cine español a fecha de hoy son posibles) no pasan de ser un engolado canto a la mediocridad; unos Oscar paletos de segunda mano. Resulta difícil encontrarles algún sentido, algo que los Oscar sí tienen, o tenían, en su origen, como reconocimiento de la industria a sí misma y constatación de la capacidad de sus mandamases para hacer un espectáculo de cualquier cosa. Nada que objetar. Luego, cada cual puede creérselo y enchufar la tele o no. Pero hay cosas que están claras. Como que una cosa es el cine, y otra los premios.

Pensar que la historia del cine pudiera hacerse a partir de las películas premiadas con un Oscar o un Goya es, simplemente, ridículo. Volvamos nuestra mirada a otros tiempos no tan lejanos, cuando los Oscar no interesaban absolutamente a nadie en éste país, ni se retransmitían por TV, ni se daban la relación de los ganadores al día siguiente, salvo el de la mejor película y, a veces, ni eso. Eso fue así durante muchos años por más que a algunos se les haya olvidado. El cine, se entendía entonces, iba por otro lado. Había quienes, incluso, tachaban de su lista cualquier película que hubiera sido premiada con un Oscar. Hay que decirlo: muchas veces tenían motivos para hacerlo.

Eran los tiempos en que mi señor padre escribía en los papeles en torno al dilema en que se movía el Séptimo Arte, si arte o industria. La respuesta no tardaría en llegar, como consecuencia –una más- de la ola neo-neo-liberal que asola el hemisferio occidental de un tiempo a ésta parte. Si en los sesenta la industria pudo plantearse “otro” Hollywood, de aquello ya nadie se acuerda, salvo en los libros (Peter Biskind, “Moteros tranquilos, toros salvajes”). En 2012, el cine es industria, y sólo es -o puede ser- “arte” en la medida en que el producto final se adecue a las necesidades de mercado. El oráculo del cineasta moderno se llama “taquilla”; la que da y quita razones e impone lo que ha de contarse, y cómo. El menor asomo de duda en torno a los valores fundamentales de la narración cinematográfica está penado con el ostracismo y/o la exhibición en las salas “independientes”, que haberlas, haylas. Se me ocurre que éstos hombres y mujeres de cine tan “políticamente correctos” (alguien podría plantearse un análisis concienzudo del contenido de los discursos de agradecimiento de la gala, sino fuera porque la mayoría resultaron mortalmente aburridos) tienen mucho que aprender de la valentía y el compromiso de los músicos de jazz, verdaderos héroes de nuestro tiempo para quienes no existen subvenciones, ni goyas, ni Cristo que los fundó. Pero esta es otra historia.

Hacer cine es caro y quienes lo hacen no se caracterizan, precisamente, por su osadía a la hora de plantearse cualquier tipo de reto que venga a alterar las normas de la caligrafía cinematográfica elemental. La abstracción, madre de todo avance en las artes, no forma parte del lenguaje cinematográfico contemporáneo. ¿Se imagina el lector un Arco dominado por los figurativos o un festival de jazz en el que se interpretaran una y otra vez las mismas melodías de Louis Armstrong y Fats Waller?. It is not what you say but the way you say it: algo que vale para la mayoría de las artes, pero no para el cine. En el lenguaje comparado, el Séptimo Arte vive en la era de Velazquez y Louis Armstrong.

Me aparté del mundo del cine, pero sigo viendo cine, tanto antiguo como moderno, el primero por placer, el segundo, las más de las veces, por obligación. A veces, me veo tratando de explicarle a mi vecina de localidad, y qué culpa tiene ella, cómo era la Gran Vía cuando Fellini, Bergman, Pasolini, Chabrol, Kurosawa y John Waters competían de igual a igual con las grandes producciones de Hollywood. Algo que hoy resultaría, sencillamente, impensable. Primero, porque en la Gran Vía ya no quedan cines y, segundo, porque aunque los hubiera, daría lo mismo.

Entonces el cine y la música, y lo que no era ni lo uno ni lo otro, eran arte e industria y ambas cosas convivían en un mismo espacio sin que a nadie pareciera importunarle. Lo que he definido en alguno de mis artículos como la “bendita promiscuidad” de los años setenta. Pero eso es ya historia. Hace tiempo que lo impredecible ha huido de las carteleras para dejar paso al imperio de la certidumbre. Sorpresas, las justas. Y, sin ellas, ya me dirá el lector qué queda. Eso sí, glamour, el que se quiera, aunque sea de ceremonia de “todo a cien”.

Por dónde, los medios destacan el discurso de Santiago Segura como lo mejor de la gala, en realidad, lo único potable que hubo. Será porque tuvo las agallas de se reírse de sus colegas de profesión en sus barbas. Curiosamente, la suya es la película que ha salvado el año al cine español: ni Almodóvar ni la paz para los malvados. Los Goya –premios de la industria para la industria- premian unas películas que nadie va a ver; y las que se ven, no las premian; como tampoco se premió a Woody Allen y Polanski, cuyas películas competían, según tengo entendido, bien que en categorías menores, al venir financiadas en parte con dinero español. Sobran los comentarios.

Y, sí: hay otro cine, pero no está en los Goya.

Chema García Martínez

Más información: http://www.margenes.org/

2 comentarios:

  1. Totalmente de acuerdo contigo, se asemejan a una cuadrilla de subvencionados que además se dan ínfulas de genios artísticos, mezclando de mala manera sus intereses político-económicos.

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  2. Creo que somos muchos los que lo vemos así. Fíjate que me ha escrito a mi correo particular un amigo que pertenece al mundo del cine -quiero decir, al mundo del cine "oficial"- dándome la razón. Si te digo la verdad, me da rabia que ésto sea así, y no tanto por mi, que he podido encontrar un camino que, aunque menos lucrativo, colma mis expectativas, como por quienes, como mi padre, lo dieron todo a cambio, muchas veces, de nada... en fin... en la cartera queda un libro sobre cine a mi estilo, claro está, que me propusieron escribir y he venido posponiendo. Algún día...

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