Los 50 años de profesión de un genio del jazz
Los artistas, tras el ensayo
De izqda. a dcha,: Javier Colina, Jerry González, Kirk Lightsey
Foto: JMGM
Sobrevivir a Jerry González
Jerry González está contento. Las cosas, confiesa, le van
bien, “todo lo bien que pueden ir en éste perro mundo”, apunta. La noche en que
conocimos la muerte de Gato Barbieri –“el Gato ha muerto, tío, puedes
imaginártelo”-, Jerry celebra sus 50 años sobre los escenarios rodeado del
cariño de los suyos, más quienes se acercaron al madrileño Café Berlín a ver de
qué iba la cosa. Con esto que el
camerino del lugar se convirtió en la versión multiétnica del camarote de los
Marx, selfie va, coctel “Jerry
González” (marca registrada) viene.
El estreno del trompetista en el Berlín constituyó un pandemonio
musical y pictórico (Marcos Míguez Puhinger trazando el retrato de los artistas
sobre un lienzo en vivo y en directo) sin mucho orden y con esos pequeños
desajustes que son la sal y la pimienta del verdadero jazz; una celebración de
la vida y la música, lo que viene a ser lo mismo. Lo importante, que la cosa va
a repetirse a partir a lo largo del año, con
diversas actuaciones en diferentes locales de la ciudad y un suculento plantel de invitados al gusto del
homenajeado. “En realidad, los homenajeados somos nosotros”, viene a decirme un
adicto al jazz de los de alto standing,
“que tenemos a un genio de la música viviendo en España”.
Volviendo a la noche de autos, estaba Jerry, su sombrero pork pie color marrón, casi negro, sus
gafas innecesariamente negras; y estaban quienes le acompañaron en su viaje
gozoso por un repertorio nada convencional: Javier Colina, Daniel García, Santi
Cañada y Kirk Lightsey, primero en la lista de aristas invitados, al piano; “¿recuerdas,
Jerry, la última vez que nos vimos?”. Jerry tira de memoria, “en París, hace un
par de veranos, creo…” chupito de ron importado para Kirk, botellín marca
nacional para Jerry. “¿te das cuenta de
que cuanto más viejos somos, más rápido pasa el tiempo?”. Jerry se lo piensa, “!que
nos quiten lo bailao!”, y suelta una
de sus risotadas de pirata de película de reestreno en technicolor. Hay un fundirse los 2 en un abrazo; 2 miradas que se
pierden en la noche de los tiempos… los viejos amigos no ocultan su felicidad.
“¿Te acuerdas cuando nos conocimos?”, los ojos de Lightsey
como 2 platos, “Bradley´s era nuestra casa y la de todos los músicos de Nueva
York. Se abría la puerta, “!eh, tíos, aquí estoy de vuelta!”, podía ser Hank
Jones o Jaco Pastorius buscando banda para un concierto. Y ahí que nos fuimos
tú y yo”. Jerry escucha divertido a su vecino de poltrona: “ese fue el comienzo
de nuestro amor, querido Kirk”. Y nueva risotada. Y más arrumacos.
Kirk Lightsey –ilustre tapado del último medio siglo de
jazz- ha ido de fino, Chet Baker, Woody Shaw y Dexter Gordon, esa onda; Jerry, neoyorquino
de ascendencia española (“el bisabuelo de mi madre vino de
Ribadesella para terminar siendo la mano derecha de Maceo en Cuba”) fue
por el lado de la guapería, un quítate tú
que me pongo yo. La ciudad, entonces, era una selva, literalmente hablando: “me
crié en un área de bosque al norte del Bronx. Los críos nos subíamos a los
árboles y nos fabricábamos lianas para tirarnos por los desniveles, como
Tarzán”. La música fue, para Jerry, un imperativo categórico, y su tabla de salvación:
“en donde yo nací, la honra se ganaba con los puños. Lo importante era que
supieran que no ibas a aguantar mierda de nadie. A mí, la música me sacó de la
calle.”
Trompetista
o conguero, jazzista o salsero, y todo a un tiempo: “éste tipo tiene un sentido
del ritmo como nadie que yo conozca”, sentencia Lightsey. “Lo que tú no sabes”,
le contesta Jerry, “es que yo tocaba free jazz”. Y le cuenta de sus atardeceres
conspirativos junto a los especímenes más delirantes de la new thing
neoyorquina -Rashied Ali, Clifford Thornton- recién muerto Coltrane. De allí, a
la pista de baile con Tito Puente. “Así era mi vida”, sentencia el interesado,
“una puñetera locura”.
Corría
el cambio de siglo cuando escuchó por vez primera a Camarón: “alguien me puso
“Potro de rabia y miel” y me quedé de piedra”. Al poco estaba Jerry buscando su
lugar bajo el sol de la noche madrileña, valga el contrasentido: “empecé
recorriendo los garitos de flamenco, con mi trompeta y a lo que saliera. Claro
que entonces no había otro trompetista que tocara flamenco”.
Y llego el
Niño Josele:
- - “Oye,
Jerry, que yo quiero tocar jazz”
- - “Pero si tú ya tocas jazz, sólo que no lo sabes”.
-
Hay
quien opina que lo mejor de éste “Rimbaud del jazz latino” (Fernando Trueba dixit) es lo que no puede contarse. Jerry no está de acuerdo. Sus
días de “vampiro internacional”, asegura, han pasado. El hábito, en su caso, no
hace al chupasangre, por mucho que haya quién se empeñe en lo contrario.
Jerry
González, y ésta es la noticia, ha sobrevivido a sí mismo. El mundo del jazz tiene suficientes mártires en
su santoral para tener que añadir uno nuevo: “por favor, bórrenme de la lista”,
le dice al periodista mirándole directamente a los ojos. Ahora tiene cosas mejores en qué
ocuparse. Su hija, Julia
Amelia, de 2 años.
Y Andrea, su compañera, que le ha devuelto la ilusión por la música, la vida.
Sea lo
que sea, Jerry lo tiene.
- - “¿Y cómo
te sientes, Jerry, con todo éste lío del homenaje?”
- - “Siento
que voy a tener que comprarme ropa nueva”.
CGM
Y también...
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