lunes, 30 de noviembre de 2020

Díptico del 10



El peso del mito (o el asidero del aire)

La confesión del jugador de que en una reencarnación volvería a ser el mismo, Maradona, y en un programa de tv, reconocer como ideal o apropiado tener una lápida de agradecimento a la pelota – gracias vieja, también dijo Di Stefano –, revela que el mito ya convivía con la persona, el apellido con el nombre compuesto de pila, así como con el apodo del Diez/D10s siendo de Lanús, de Villa Fiorito. Una sonoridad alargada, con eco de medicamento, antídoto, sobre todo en Nápoles o en toda Argentina. Abisal, para ambos lados del pharmakon: cura y veneno y viceversa, en rotación o alternancia. Haber hecho esa jornada biográfica de tantos altibajos desde el fútbol, desde un origen en que la palabra miserable se queda corta, sin luz y, como alguíen dijo, con sólo electricidad en las piernas, vivir hasta la extenuación de su persona, es una prueba más que fehaciente de estar ante una figura de orden simbólico, emblemática, que inunda el mundo estos días como un aluvión subjetivado, siempre desde el fútbol, incluso a pesar de las diversas malezas y contradicciones con que se enfrentó, primero, creó, después, sufrió siempre, en una verdadera sucesión de vaivenes sismográficos de vida, una casi ruleta rusa marca dramática de la casa (de bastidor de tango).

La complejidad del personaje Maradona empezó temprano, por tanto, con una biografía que va saltando etapas como capas tectónicas, y en las que habrá cambios de timón bruscos: su aparición estelar, el deslumbramiento argentino, el endiosamiento de hombre anuncio, el pérfido clan Maradona, el dinero, el descubrimiento de la droga… el éxtasis futbolístico, las lesiones, las recuperaciones, las oscilaciones de peso, estado, salud, las recaídas, la adición alcohólica, los excesos, los reequilibrios, la fama más allá de la fama... Y en ese recuento digno de larga serie, de personaje de cine clásico, se incluye la protección o cobardía siempre en looping de El Flaco Menotti para no llevarlo al Mundial del 78, un dolor majestuoso, cuando ya era un clamor popular, cuando el pibe que salía en el medio de los encuentros para circundar las cuatro líneas del campo sin dejar el balón caer era ya memoria en la retina, algo, por otra pate, que evitó tener que darle la mano al General Videla. Un itinerario lleno de percances, subidas y bajadas, como su condición de rehén de la Camorra...o la vida de maraja endiosado, muchas veces sin separación ni polaridades ajenas.

Vicisitudes y más vicisitudes de todo signo. Lo que también puede llevar a simplificaciones de un lado o de otro. Así como se sabe que lo politicamente correcto también vive de réditos y rentabilidades, con perdón, de ciertas traduciones simples e interpretaciones al calor del momento,  maniqueas, poniendo el foco en un lado exclusivo. Así, el otro talón de Aquiles del mito Diego Armando Maradona, aparte de la droga, fue, sin duda, las relaciones con el otro género, con sus compañeras, su comportamiento a veces de signo machista, revelado por denuncias expresas y algunas noticias difundidas en medios y páginas de prensa. Contrabalanceando negativamente su amor filial, conturbado y declarado, seu lado familiar. La hemeroteca maradoniana es una fábrica de la cultura del espectáculo, una industria del entretenimiento, que él mismo alimentó hasta cierto punto y luego no supo driblar. En el campo parecía más fácil regatear y escaparse, a pesar de las asesinas entradas que sufrió (hay también vídeos de eso, reportajes violentos no aptos para sensibilidades delicadas), precisamente, por ser un artista, un genio de su especialidad deportiva, más que un malabarista, un poeta del balón.

Como inciso en estas coordenadas mediáticas, se debe decir que Maradona asciende al estrellato no sólo muy pronto – entre Argentinos Juniors y Boca Juniors – como en una fase clave de la comunicación que pronto empezará a ser global, después digital, con todo lo que esto supone. Gestionar su figura de jugador y luego de ex-jugador mítico y lidar con sus contextos adversos pronto se significó como una tarea hercúlea, épica. Trampa y laberinto. Una odisea para una época que pasa de ser informativa para ser icónica, donde lo visual y la velocidad amplificará todo y banalizará gran parte. Es el reino de los paparazzi y los drones, de la delicuencia informativa y su vírus comunicacional, lo que no dejó de ser una parafernalia perversa que el jugador tuvo que vivir más que famosos de otras áreas, casi como un gesto del destino (Maradona o la fuerza del sino). Así vivió sucesos lamentables en directo, como si fuese una versión del film El show de Truman, disponibles ad eternum en el libro de arena de la web, para la legión mórbida que no para de crecer con el unguento tecnológico. En esta sobredosis pública, de pobreza espiritual – de falta de empatía política, histórica, de representación – se explican muchas devociones sinceras y desnorteadas, empero también situaciones locas como disparar balines a un asedio literal de periodistas por parte del jugador, o entonces, bajando las escaleras de la degradación, fotografiarse sin escrúpulos el personal de la funeraria con el jugador fallecido en el ataúd y, logicamente, divulgar la susodicha imagen como retrato lúgubre. Como parte de un mismo territorio sin límites, zona cero moral, reality show. No es de extrañar que Jurgen Klopp, el técnico alemán, incluso sin saber de esta noticia escabrosa, manifestase que se hubiera ayudado más a Maradona si no se le hubiese pedido tanto selfie.

Así como sus fueras de sí están cartografiados, catálogados por el circo mediático, casi de forma nociva, la pulsión, intensidad, belleza, invención, elegancia, técnica y genialidad de su comportamiento futbolístico también, incluyendo en el negativo de la imagen, su batalla campal con el Barça contra el equipo del Athletic de Bilbao en una final de Copa de 1984 (a recordar, justicia sea dicha, la criminal entrada por detrás de Goikoetxea, “el carnicero de Bilbao”, destrozándole el tobillo en temporada anterior y sin expulsión). Y entre paréntesis, y a cuento, la confesión de nunca encontrarme entre los mea pilas que denunciaron el comportamiento visceral de Zidane con su cabezazo mundial, bien marsellés por cierto (Eric Cantona que lo diga, incluso ya como actor en la serie Desrecursos humanos), dirigido al vulgar provocador de Materazzi – que no fue expulsado ni amonestado siquiera –, visando, dicen las lenguas oficiales, el edén de la educación infantil como ejemplo naif de la FIFA, otro absoluto hipócrita.

Una organización, esta última, de la cual se podría hacer facilmente una película de cine noir o una trilogía en tres partes, en las manos de Francis Ford Coppola, para ilustrar el bastidor corrupto, manipulador, de perverso poder fáctico que ejerce sobre el fútbol, como parte de la rueda económica neocapitalista (ficcional, extorsiva, de la imagen). Maradona, siguiendo una senda quijotesca, se enfrentó a ella, como a la AFA. Se posicionó contra la dirigencia y el sistema del fútbol, todo un imperio al que pertenecía de forma paradójica, contradictoria. Y así se entiende como defendió al gremio de los futbolistas, una rara clase trabajadora tan semi-inconsciente cuanto favorecida, explotada y privilegiada. Y se asoció a iconos de cierta izquierda tradicional, popular (Fidel Castro, Hugo Chávez, Evo Morales), calificó de asesino a George Bush y de títere a Donald Trump, y mantuvo un cierto contencioso con lo que podría denominarse, popularmente, la canalla. Ese mundo de poderosos que no deja de tener nunca alergia a lo colectivo, aunque sea obligatorio disfrazarlo. Y Maradona extrapolaba su mero pasado de deportista. Resulta sintomático que la imagen del jugador no sólo haya estado presente en los homenajes intercontinentales de los estadios de fútbol de medio mundo (hacer una M los jugadores o salir todos con el mismo 10 en la espalda), y a la vez presente en una recientísima movilización callejera parisina contra la nueva ley de Seguridad en Francia que protege a la policia.

De hecho, su cable de tierra no dejó nunca de estar conectado popularmente, con sus raíces humildes, familiares, estando donde fuera, incluso en el Vaticano o compartiendo escena con Pelé (quien declaró de forma sensible en estos días que jugará con él en el cielo) – de ahí procede parte de su atración y hechizo, un imaginario paralelo, aproximado a su zurda mágica. Aquella que en 10,6 segundos se sirvió de una Inglaterra postMalvinas para firmar una obra de arte, ya más cerca de la fábula, y como genio de la lámpara que hacía jugar a los otros, dentro de su Mundial, el de 1986 (a sabiendas que pudo estar en el 78, no cuajó en el 82, casi gana en el 90 y en el 94 fue expulsado por la sustancia efedrina, después de perder 17 kilos para ir para que “le cortaran las piernas” como confesó).

En este contexto sobrenatural, en el día del súbito fallecimiento, un amigo artista, me envió un whatsapp ex-profeso, diciendo que con el tatuaje del Che en el brazo, Maradona ya tendría un salvo conducto que daría acceso al homónimo de él en el cielo. Esa entrada en el Olimpo, en Argentina, así como en el medio futbolístico de todo el mundo ya había sido cumplida, garantizada, y en vida. Esa entrada directa en cierta mitología iconográfica (visible visualmente en Buenos Aires y Nápoles), el propio Andy Warhol podría haber retratado, en su doble faz de eros y thanatos, de tensión público-privado, con la sociedad atenta a los más de 15 minutos de noticia, fama. De infame fama, que diría Borges. De hecho, la etíqueta del diez/D10s respondía, como decía Eduardo Galeano en su retrato, a un díos sucio, lleno de defectos e imperfecciones, y en ese sentido, como ha incidido la prensa francesa en algún obituario, correspondiente a un dios pagano, o sea, profano, capaz de errores menudos y mayúsculos, de liarla parda.

Cuando la pelota es cuadrada es cuando muere Maradona. Él la mantuvo, a pesar de todo, sin mácula, con su contraseña, limpia: la pelota no se mancha. Y ya jugó en el puro barro de un campo cualquiera de la perifería napolitana, Acerra, em 1984, con el equipo de entonces – y sin permiso del club – para apoyar economicamente a un padre que necesitaba dinero para operación de su hijo (los relatos de solidariedad son vox populi). Para quien todavía le gusta el fútbol, estando quien escribe incluído, a pesar de la FIFA, UEFA, clubes-estado, explotación laboral, mediatización de los medios, banalidad comunicativa, crítica asexuada, etcétera, el fútbol de Maradona corresponde a la esfera del arte – como se diría de Johan Cruyff, casi un contemporáneo suyo – y como todas las deudas mágicas, ella es infinita, el agradecimiento puede ser eterno, hasta las lágrimas, como si uno fuera un poco argentino.

Cuando los homenajes ya vienen de todos los lados, hasta de los enemigos o desafectos, como corresponde a un icono del siglo XX y su después, toca vislumbrar el litigio que se abre ahora con el mito en ciernes, en su nuevo andamento, pues la muerte amplifica todo, y mucho más lo que ya se era; toca pues entonces adivinar cuál es el lugar patrimonial, el sitio verdadero que ocupará Maradona, una vez el luto más emocionado pase, pues nunca la historia del deporte se verá en una situación parecida por todas las circunstancias reunidas, por el lado dramático de una biografía. Mas allá de los diversos empoderamientos narrativos – pobres palabras ambas donde las haya – estará omnipresente la famosa búsqueda del relato y su victoria o imposición. No obstante, el debate de su legado no parece estar atribulado, dependiente de su persona, y si vive ya entre cierta beatificación y culto y los cuestionamientos laterales de rigor, su figura pasa ya por algunas moralizaciones, cuestionamientos partidistas que no solo relativizan su perfil emancipatorio como afilan su contrario, juntando o no los varios lados de un prisma personal excesivo para reducionismos. El énfasis en los defectos (representante y víctima del patriarcado) quiere poner en solfa otros criterios de actuación personal encomiables (solidaridad, rebeldía, resistencia, posición…).

Si a Argentina, como dice un querido amigo paulistano, no le gusta enterrar a sus muertos, significa que convive con ellos, con Gardel, Evita, Perón, tal vez con la compañia de el Che, Piazzolla, con paseos de Borges, y ahora con Maradona, al otro lado de la avenida, del estadio. Durante mucho tiempo, un médico decía ininterrupidamente que su corazón vivía con una carta de defunción. Pero aún así se salvó de tres muertes anunciadas. Resucitaba después de caídas y recaídas, y con eso la gente se acostumbró a las reapariciones, a sus vueltas y resurreciones. Las varias vidas del jugador del Cebollitas, Argentino Juniors, Boca Juniors, Barcelona, Nápoles, Sevilla, Newell´s Old Boys, Boca Juniors, se acumularon a la más vida – que diría el poeta Oliverio Girondo – ofrecida con pasión a la selección argentina. Súmense las existencias de entrenador, las experiencias limítrofes en Argentina, los Emiratos Árabes, México, de vuelta Argentina... 

Por otra parte, el lugar que la imagen ocupa en Maradona se instaura como un debate complementario en curso, en movimiento, pero fundamental. Pues siempre habrá una distancia interna interesante entre el aparecer de la imagen y lo que ella hace aparecer. Con la muerte del jugador las imágenes de su fútbol – su legado plástico, histórico –, conducen a una poética que es sólida imagética, dispuesta para su reconsumo, memoria y celebración, parte de una cultura popular que llega a las cotas de excelencia. Su acervo estético lleva a una experiencia imaginal pública, en que, como puede ocurrir con otras actividades artísticas del movimiento – ya fue relacionada la danza al fútbol por mentes abiertas – lo que permanecerá será ese fundo inagotable cuando la apariencia escapa, como ya dijo algún teórico francés. Así, el lugar de Maradona también es el lugar de la imagen, su lado icónico (ya sucedió a su modo con el Che): ver casi lo que no conseguimos ver o creer.

Parece ser pues un signo de futuro maradoniano el hecho de que sus imágenes tengan un algo a más, huyan de la simple transparencia ideal, supuesta, recomendada por los traductores de la realidad más esquemática o aprehendida. Hasta el punto de que las imágenes futbolísticas como tales son figuras, son la verdadera figura constelativa de Maradona. Otras operaciones de lectura más simplificadoras, siempre mas tendenciosas, estarán abocadas al fracaso. Posiblemente, el jugador sabía ya de eso, de su lugar conquistado con su actuación real a través de una visualidad fluctuante, mágica, lo que para el logos más predicativo (platónico), sería un conflicto, algo inconcebible. Maradona propone así un logos icónico, que va a permitir a quien sea pensar con los ojos, realizar esta invocación (anímica, afectiva, democrática, horizontal). En la poética del jugador, en su estética, no separada nunca de su páthos ni de su afecto, hay una invitación expresa a compartir sus imágenes en su creación de sentido (y difícil tarea hermeneútica será esta aportación para sus detractores en otras causas).

Diego Armando Maradona necesitaba descansar su vida exultante y gastada, errada y feliz, despilfarrada e intensa hasta el tuétano, complicada siempre hasta la autencidad, necesitaba repartirse finalmente de una vez entre la gente – esa multitud millonaria del velorio y el entierro deja claro ese perfil espiritual de trasvase, su tamaño colosal, antropológico –; el jugador necesitaba descansar las rodillas, el propio corazón, de tanta representación simbólica, soltar lastre cual Sísifo, cual ídolo dionisíaco – dijo María Moreno – (demasiado afecto, energía, intensidad, el todo y sus contextos), necesitaba urgentemente reunir Maradona con Diego, en un flashback con perfume a eterno retorno, cuando ahora el peso del mito no le pesa más, está mejor distribuido, colectivamente, ya en el asidero del aire.

Adolfo Montejo Navas



 "¿Tú quoque, Diego Armando?

¡Los cobardes mueren varias veces antes de expirar! 

¡El valiente nunca saborea la muerte sino una vez!

William Shakespeare, “Julius Caesar”


Sabíamos que eras un pintas, un fulero, un abrazafarolas y, aun así, o por eso mismo, te queríamos. Sí, te queríamos. Eras uno de los nuestros, un héroe de carne y hueso, un dios en permanente contradicción consigo mismo con la tendencia a meter la pata hasta el corvejón, Jesucristo en la tierra. Y nosotros, pecadores, nos veíamos en ti.

Te digo hasta siempre capitán,

Llegó el tiempo de volar…

Luis Alberto Spinetta, “Pelusa”

Maradona pertenecía a la categoría de los mitos creíbles, desde Robin Hood a Lady Diana Spencer o la Beth Harmon de “Gambito de dama” (62 millones de espectadores), cada una/o a su estilo. Héroes/heroínas del pueblo, con un pie en Dios, o en el palacio de Buckingham, y el otro en la botella, o en la aguja. Nada que nos venga de nuevas. Los aficionados al jazz estamos acostumbrados a convivir con la complejidad de quienes pasan de interpretar la más enternecedora balada a torturar ancianitos indefensos en sus ratos libres. Y, sí, hacíamos oídos sordos a sus “excesos” de cualquier orden. Y, sí, les adorábamos, sin ver la necesidad de sentirnos culpables por ello. “Los dioses no necesitan de nosotros”, escribía Ebbe Traberg, Maradona sí. Dios, héroe y antihéroe todo en uno.

Es un guerrero
Es un ángel y se le ven las alas heridas
Es la Biblia junto al calefón
Tiene un guante blanco calzado en el pie
Del lado del corazón
No me importa en qué lío se meta

Andrés Calamaro, “Maradona” (el subrayado es mío)


España creo al antihéroe e hizo del mismo un género literario. Hay que leer “El buscón”, tan moderno, tan Bukowski, como hay que leer “El lazarillo” o “Rinconete y Cortadillo” (esta menos). Un tipo corto en aspiraciones y largo en hambres dio vida a quien, buscando ganarse el sello de heroicidad, terminó convertido en el mayor de todos los antihéroes. Hay que estar bien cargado de alforjas para leer el Quijote, primera novela alucinógena de la historia.

(Salta la noticia: “!ha muerto Madonna!”, “no, quién murió fue Maradona”, la comunidad LGBTQ en todo el mundo respira aliviada).

Como Belmonte, Maradona hizo cuanto estuvo en su mano para morir en el ruedo mientras se representaba a sí mismo en el papel del rey Coerse de la Corte de los Milagros. Claro que el matador fue más incisivo: aprovechó un momento en que el personal miraba para otro lado para abrirse la tapa de los sesos de un pistoletazo.

A lo largo de estos años, Maradona me ha proporcionado incontables momentos de felicidad sobre los verdes campos y, acaso más, fuera de ellos, viendo su imagen reflejada en el espejo del bar, la tertulia, la pantalla de TV. Primero fue el film que se dedicó a sus años en Nápoles, que me ayudó a sobrellevar el tedio en uno de los tantos viajes transatlánticos, y volví a ver una, cien veces, por puro gozo. A ello siguió la serie documental de su paso por la ciudad de Sinaloa –of all places…- para entrenar al equipo local. Como Berlanga, el cineasta, Maradona se ganó el derecho a un adjetivo propio, Maradona maradoniano, maradoniando, maradonista.

Llegué a cruzármele en un control de maletas, en el aeropuerto de Barajas, de donde se deduce que viajaba en clase turista (los señoritos tienen su propio acceso) “!Hola, Maradona!”, “¿me puedes ayudar con la maleta?”, fue nuestra conversación. Le ayudé. Pensándolo bien, me la jugué.

En Brasil, donde vivo, la muerte de Maradona ha servido para que se hable de Pelé, lo que dice muy poco de la autoestima del brasileño y mucho, y no bueno, de la clase periodística en este país. “Maradona es el cuarto mejor jugador de la historia, primero viene Pelé, luego Pelé, luego Pelé y luego Maradona” (oído por la Radio). Valga el vídeo en Youtube con Pelé cantándole al oído a su rival-y-sin-embargo-amigo...

Quem sou eu, Maradona,

Quem é você.

Você quer ser eu,

E eu quero ser você.

Maradona era tierra, Pelé, aire. Maradona no tuvo a Sócrates, ni a Garrincha (un pre maradoniano en sí mismo), ni a Rivellino, a su lado, y sí a Goikoetxea, o Goicoechea, en frente. Maradona fue el abogado de los imposibles, el caudillo de las guerras perdidas y vueltas a perder, proveedor de nuestras dosis de épica necesarias para sobrevivir, que donde no llegaron los cañones en las Malvinas llegó “Marado-Marado” con la ayuda de la Providencia poniendo al pérfido albión en su lugar, y al infame guardameta Shilton en el banquillo de los infieles indignos de toda consideración. Resulta irónico pensar que, hoy, aquella gesta de la geopolítica futbolística hubiera caído presa en las garras del VAR, expresión orwelliana de un dominio urbi et orbi que el aficionado cabal rechaza con determinación, como un insulto a su integridad (se entiende que Maradona, como tal, sea un fenómeno en extinción).

 ¿A quién va a creer usted, a mí o a sus propios ojos?

Chico Marx, “Duck soap”

Debo decirlo: Pelé era mi ídolo, y lo siguió siendo hasta el día en que fui llevado de la mano (las malas amistades…) por el camino de baldosas amarillas que conduce al lado oscuro de la fuerza y a George Best, Mágico González y Maradona (la atracción del abismo, etc.), así como mi ideal femenino pasó de la flor de virtud a la femme fatale, la perdida, y Grace Slick.

Y en esas andaba uno, cuando se le vino un post/comentario de una querida amiga dibujando la imagen del finado con los trazos de un hampón, un personaje siniestro, un tramposo (lo fue) y un depredador sexual con la costumbre de maltratar a sus parejas, lo que parece ser cierto de toda certeza. No me lo esperaba.

Sugiere la arriba mencionada separar al autor de su obra, el dios, o el antihéroe, del futbolista, lo que parece razonable, caso de ser posible; solo que no lo es. Sucede que la maradoneidad –el concepto de lo maradoniano- no permite la escisión de ninguno de sus componentes so pena de afectar al resultado final. Expurgar su imagen pública para amoldarla a lo que querríamos que hubiera sido y no fue, resulta tan inverosímil como pretender que es posible disfrutar de su genio sin igual en el gramado al tiempo que despreciamos al ser humano, la razón contra el corazón, y viceversa. La contradicción, en su caso, no solo forma parte del mensaje, sino que es la base del mismo.

Se entiende que el deporte, como el sexo, basa su poder de atracción en su carácter irracional, su apelación a la barbarie entendida como acto de liberación individual en lo colectivo, el hecho de constituir un punto y aparte en la grisura del día a día, pero hay cosas que, sencillamente, están más allá de lo permisible o aceptable, ni aun tratándose de un dios/antihéroe actuando bajo el síndrome de abstinencia. Puedo lidiar con –casi- cualquier cosa, menos con eso; lo escribo al tiempo que me pregunto si estoy siendo honesto conmigo mismo.

Seguramente, todo ello los abusos, los maltratos - estaba en el documental sobre los años napolitanos del susodicho del que vengo hablando, sin embargo, no lo vi, o no lo quise ver. Podría decir que me cegó la pasión, aunque no estoy seguro que fuera así. Seguramente lo fue.

Epílogo.

Me asombra y perturba la capacidad del ser humano para no ver; la facilidad con que cerramos las ventanas de la memoria, como si lo que se quiso no ver/recordar nunca hubiera existido (claro que todos tenemos nuestros muertos en el armario, pero no vale como excusa). El caso de aquella Euskadi envuelta en la neblina gris y grana que uno conoció en sus visitas recurrentes a los festivales vascos durante los años de plomo, que “Patria”, la serie basada en el bestseller homónimo, nos trae de vuelta en toda su crudeza.  

Porque hay olvidos que queman…

Alfredo Zitarrosa

Vista en la doble distancia del tiempo transcurrido y la lejanía física, “Patria” produce en quien vivió todo aquello un sentimiento arrasador que puede desembocar en lo que llamaríamos un “cortocircuito emocional”, llevado por la imposibilidad de entenderse uno a sí mismo o, peor todavía, entendiéndose perfectamente. No hay nada más maradoniano que eso.

Chema García Martínez


domingo, 31 de mayo de 2020


Sobre el Festival de Jazz de San Sebastián 2020
en respuesta a José Miguel López




Ni tanto ni tan calvo. El festival de este año es una solución puntual a una situación puntual, hasta la llegada de la “nueva normalidad”. No nos olvidemos que el festival de Donostia-San Sebastián está organizado por un organismo dependiente de la administración autonómica dedicado al fomento del turismo en la ciudad, subrayo lo último. Lo digo yo que, en mis últimas visitas al festival como corresponsal del periódico en el que colaboro, denuncié no una, sino varias veces, el monstruo incómodo y antipático en que se ha convertido el susodicho, dicho sea sin ánimo de faltar. Aun así, es de notar, el jazz nacional siempre ha tenido cabida en su programación (sugiero consultar programaciones). Otra cosa es que, casi siempre, las estrellas venidas de fuera se hayan llevado las primeras planas. Hay excepciones: Andrea Motis, por ejemplo.

Ahora vamos a tener una edición doméstica para un público, sospecho, mayoritariamente doméstico y menos numeroso por imperativo de la distancia social pero también porque, reconozcámoslo, no es lo mismo programar a Keith Jarrett que a Jorge Pardo. Quede claro que hablo de la capacidad de convocatoria, no de otra cosa.

Entonces, que San Sebastián dedique su programación a lo de aquí significa que no quedaba otra a no ser cancelar la edición de este año, veremos lo que sucede en 2021. Y tampoco me parece que esta sea la alternativa más deseable, y no porque el músico de aquí no lo merezca –queda claro que el jazz en este país pasa por un momento dulce-, como por las consecuencias que se derivan o pueden derivarse de ello.

Así las cosas, hablar que San Sebastián se convierte en el Eivissa Jazz Festival me parece, querido José Miguel, un punto exagerado. Empezando porque, así como San Sebastián, Eivissa también dio un brusco giro a la línea de programación que venía manteniendo porque tampoco les cupo otra después de los consabidos reajustes presupuestarios. No fue, pues, una cuestión “ideológica”, sino monetaria: me consta que es así. Habría que remitirse a los años de gloria del festival, cuando Alejandro Reyes y su muchachada estaba al cargo de la programación artística del mismo, para encontrarse con un saludable equilibro entre los artistas venidos de fuera y los de aquí, y con unos y otros alimentándose mutuamente en los encuentros antes-durante-después del concierto. Como debe ser. En aquel tiempo, sí, Eivissa pudo ser un modelo de referencia para otros festivales de mayor magnitud. Pero es que San Sebastián también fue durante muchos años un festival de dimensiones, digamos, humanas, solo que, con el tiempo, fue cambiando de piel, y hasta hoy. Y aun reconociendo el peso excesivo de otros géneros musicales en la programación (lo que también denuncié, no una, sino varias veces), sin embargo, insisto en ello, nunca ha faltado en ella el jazz de altura –el comercial y el que no lo es-, así como siempre ha habido un espacio para los músicos peninsulares (¿verdad, Iñaki Salvador?), por más que es posible que no siempre fuera el adecuado, o el que proporciona una mayor visibilidad. De ahí, la secular queja del jazzista ibérico al respecto de los festivales masivos, que uno entiende y hasta comparte, hasta cierto punto. Ahí volvemos al asunto del poder de convocatoria, y porqué Cristiano Ronaldo o Lionel Messi ganan siete veces más que ninguno de sus compañeros de equipo en igualdad de condiciones, pero esta es la esencia del sistema, honey. Así, pues, pongamos los pies en la tierra.

Yo creo que en la coexistencia pacífica entre los festivales, digamos, “menores”, o “temáticos”, dedicados al producto nacional, y los macro festivales, sujetos a su propia condición de espectáculos masivos, así como creo que el músico es el mismo por encima de su color, credo o número de pasaporte. Y si esta edición de tránsito del festival de San Sebastián ayuda a sus responsables a repensarse las cosas en el marco de la nueva normalidad, bienvenida sea. No son ellos quienes deben dar respuesta a las demandas del colectivo de músicos, sino otros (administraciones centrales y autonómicas, etc.), así como nuestro deber como periodistas especializados consiste en difundir y dar a conocer su música, y en esto, hay que reconocerlo, tú estás a la cabeza.

Un abrazo.