Tommy Flanagan, pianista de jazz, se ha muerto. No sé si muchos saben, o recuerdan, que una vez actuó en el Teatro Real de Madrid. Jueves 28 de abril de 1977, para más señas, sesión de tarde. Actuar en el Real, entonces, y ahora, aunque menos, es favor que no se otorga a cualquiera. Un respeto. Para un músico de jazz, haber actuado en Real es cosa digna de figurar en curriculum, o eso se supone. Algo así como una consagración, puede que una profanación o una patada en el culo de los rescatadores del espíritu y la civilización occidental. En Barcelona, tienen el Liceu y a Wagner y a Montserrat Caballé, que no es socia porque no la deja la cábala del lugar.
Gershwins aparte, en el Real han actuado Loussier y su Trío (1976), con grandes aspavientos y Pierre Michelot al contrabajo y Moncho Alpuente que se cabreó con que dijeran que aquello era jazz y no un remedo de jazz; actuaron los grupos del Balboa Jazz Club (1978), con Connie Philp (cantante) y Dave Thomas (contrabajo), que eran los mismos que escuchábamos en el San Juan Evangelista, solo que a cuatrocientas la butaca; actuó, mucho después, Sarah Vaughan y el M.J.Q. y puede que algunos pocos más, además del finado Flanagan, junto con Joe Pass (qped), Ella Fitzgerald (qped), un contrabajo que debía ser Keter Betts, y un batería que fue Bobby Durham.
En su vuelta a los escenarios madrileños tras la gira con Ellington (glosada por Ebbe Traberg en Aria Jazz, primero, y en CUADERNOS DE JAZZ, más tarde, según recordará el lector), la Fitzgerald se presentaba acompañada del Trío de Tommy Flanagan. Años después, la escucharíamos con su propio trío, con el inefable Paul Smith al piano, músico conocido por ostentar el record mundial de citas por tema (en Meditation, de Jobim, en su elepé This One Cooks! para Outstanding Records). Más adelante volveríamos a escuchar a Flanagan, no muchas veces, en diversos formatos, en solo y en trío, alguna vez acompañando a un instrumentista de viento.
Lo divertido, lo curioso, de aquel concierto inolvidable por tantos motivos, fue su gestación. Pues, no obstante anunciarse en la prensa, ocurrió que se trataba de una velada privada y no abierta al público de modo que cuando un servidor se presentó en taquilla con el ánimo dispuesto y la billetera en mano, se encontró con ésta cerrada y sin el menor rastro de haberse abierto nunca. Sucedieron los días, sumáronse las angustias y las noches en vela, el silencio opresivo, y, por fin, la tarde de marras en que, presa de la desesperación más espléndida, uno se dejó caer por el nefando lugar dispuesto a prostituirse, si fuere preciso, con tal de conseguir el preciado trofeo: la inexistente entrada. Tarde fría y desapacible, el mayor acontecimiento jazzístico de la década en mi ciudad iba a tener lugar a pocos metros de distancia sin que yo pudiera hacer nada para asistir. Tristes años setenta, en Barcelona, al menos, habían tenido un Festival con Gillespie y Roy Eldridge organizado por Norman Granz, y tenían a Tete y a Pony Poindexter.
La velada a punto de comenzar: el selecto público de invitados por TVE –entidad organizadora del asunto- comienza a hacer su entrada. Súplicas, amenazas, ni siquiera un conato de atraco consiguen su efecto; cuando, en mi desesperación, doy con un rostro conocido a quien, ¡oh, dioses!, no solo le sobra una entrada sino que está dispuesta a concedérmela sin más ni más. ¡Mis ruegos han sido escuchados!. Finalmente, aquí estoy yo, en lugar privilegiado, escuchando a Joe Pass, en solitario glorioso, luego al trío, luego a Ella, jazz maravilloso y predecible, grandeza de un género y de un pianista que parece haber conseguido el milagro del equilibrio entre lo nuevo y lo viejo, el bop y el swing. De aquello escribió José Ramón Rubio en Triunfo: oímos un trío acompañante muy bien registrado, con lo que pudimos recuperar el verdadero sonido de Flanagan y los suyos, compacto, equilibrado, sujeto a los líricos diseños del pianista. Ese mismo año, en el mes de diciembre, Flanagan grabó en Nueva York el imprescindible Alone Too Long (Denon), una de los primeras reediciones en cedé de la historia del jazz. En las notas al mismo, Hideki Satoh dice: Tommy Flanagan es del tipo de pianistas que brillan más como acompañantes que como líderes.
Arrobado por el genio de tan mayestáticos músicos, contemplo el general hastío y a mi inmediato, un conocido comentarista rock cuyo nombre omitiré que no ve motivo en disimular su aburrimiento. Sus opiniones logran el quorum: hay que ver lo aburrida que resulta esta música de viejos (entonces, ellos eran jóvenes). A muchos de estos les tengo leído que el jazz es música que merece la pensa oírse y que nada como Ella Fitzgerald para amenizar estos tiempos de confusión y mestizaje. Pero entonces era la elegante y aseada Ella, y el aseado y pulcro Flanagan, que además era elegante y gran músico, lo que no se estilaba.
Se me dirá, ¿y qué mérito tiene haber actuado en el Teatro Real?: ninguno. El Real es, como el Auditorio Nacional, un lugar espantoso para escuchar jazz. Tocar jazz en semejantes sitios constituye una aberración atribuible únicamente al empeño de quienes se emperran en otorgar categoría al género, no se sabe muy bien por qué, y hablan de la música clásica del siglo XX, lo cual, además de una solemne tontería, constituye una impropiedad en grado sumo. Y, por si fuera poco, en el Real ni siquiera se puede tomar uno una copa a gusto.
PD: de la relación de Flanagan con Ella Fitzgerald, queda el testimonio conmovedor de un disco que el pianista dedicó a la cantante, Lady be Good... for Ella (Groovin´ High-Polydor)
Thomas Lee Flanagan (Nueva York, 16 marzo 1930-16 noviembre 2001)
(publicado en Cuadernos de Jazz 2001)
Gershwins aparte, en el Real han actuado Loussier y su Trío (1976), con grandes aspavientos y Pierre Michelot al contrabajo y Moncho Alpuente que se cabreó con que dijeran que aquello era jazz y no un remedo de jazz; actuaron los grupos del Balboa Jazz Club (1978), con Connie Philp (cantante) y Dave Thomas (contrabajo), que eran los mismos que escuchábamos en el San Juan Evangelista, solo que a cuatrocientas la butaca; actuó, mucho después, Sarah Vaughan y el M.J.Q. y puede que algunos pocos más, además del finado Flanagan, junto con Joe Pass (qped), Ella Fitzgerald (qped), un contrabajo que debía ser Keter Betts, y un batería que fue Bobby Durham.
En su vuelta a los escenarios madrileños tras la gira con Ellington (glosada por Ebbe Traberg en Aria Jazz, primero, y en CUADERNOS DE JAZZ, más tarde, según recordará el lector), la Fitzgerald se presentaba acompañada del Trío de Tommy Flanagan. Años después, la escucharíamos con su propio trío, con el inefable Paul Smith al piano, músico conocido por ostentar el record mundial de citas por tema (en Meditation, de Jobim, en su elepé This One Cooks! para Outstanding Records). Más adelante volveríamos a escuchar a Flanagan, no muchas veces, en diversos formatos, en solo y en trío, alguna vez acompañando a un instrumentista de viento.
Lo divertido, lo curioso, de aquel concierto inolvidable por tantos motivos, fue su gestación. Pues, no obstante anunciarse en la prensa, ocurrió que se trataba de una velada privada y no abierta al público de modo que cuando un servidor se presentó en taquilla con el ánimo dispuesto y la billetera en mano, se encontró con ésta cerrada y sin el menor rastro de haberse abierto nunca. Sucedieron los días, sumáronse las angustias y las noches en vela, el silencio opresivo, y, por fin, la tarde de marras en que, presa de la desesperación más espléndida, uno se dejó caer por el nefando lugar dispuesto a prostituirse, si fuere preciso, con tal de conseguir el preciado trofeo: la inexistente entrada. Tarde fría y desapacible, el mayor acontecimiento jazzístico de la década en mi ciudad iba a tener lugar a pocos metros de distancia sin que yo pudiera hacer nada para asistir. Tristes años setenta, en Barcelona, al menos, habían tenido un Festival con Gillespie y Roy Eldridge organizado por Norman Granz, y tenían a Tete y a Pony Poindexter.
La velada a punto de comenzar: el selecto público de invitados por TVE –entidad organizadora del asunto- comienza a hacer su entrada. Súplicas, amenazas, ni siquiera un conato de atraco consiguen su efecto; cuando, en mi desesperación, doy con un rostro conocido a quien, ¡oh, dioses!, no solo le sobra una entrada sino que está dispuesta a concedérmela sin más ni más. ¡Mis ruegos han sido escuchados!. Finalmente, aquí estoy yo, en lugar privilegiado, escuchando a Joe Pass, en solitario glorioso, luego al trío, luego a Ella, jazz maravilloso y predecible, grandeza de un género y de un pianista que parece haber conseguido el milagro del equilibrio entre lo nuevo y lo viejo, el bop y el swing. De aquello escribió José Ramón Rubio en Triunfo: oímos un trío acompañante muy bien registrado, con lo que pudimos recuperar el verdadero sonido de Flanagan y los suyos, compacto, equilibrado, sujeto a los líricos diseños del pianista. Ese mismo año, en el mes de diciembre, Flanagan grabó en Nueva York el imprescindible Alone Too Long (Denon), una de los primeras reediciones en cedé de la historia del jazz. En las notas al mismo, Hideki Satoh dice: Tommy Flanagan es del tipo de pianistas que brillan más como acompañantes que como líderes.
Arrobado por el genio de tan mayestáticos músicos, contemplo el general hastío y a mi inmediato, un conocido comentarista rock cuyo nombre omitiré que no ve motivo en disimular su aburrimiento. Sus opiniones logran el quorum: hay que ver lo aburrida que resulta esta música de viejos (entonces, ellos eran jóvenes). A muchos de estos les tengo leído que el jazz es música que merece la pensa oírse y que nada como Ella Fitzgerald para amenizar estos tiempos de confusión y mestizaje. Pero entonces era la elegante y aseada Ella, y el aseado y pulcro Flanagan, que además era elegante y gran músico, lo que no se estilaba.
Se me dirá, ¿y qué mérito tiene haber actuado en el Teatro Real?: ninguno. El Real es, como el Auditorio Nacional, un lugar espantoso para escuchar jazz. Tocar jazz en semejantes sitios constituye una aberración atribuible únicamente al empeño de quienes se emperran en otorgar categoría al género, no se sabe muy bien por qué, y hablan de la música clásica del siglo XX, lo cual, además de una solemne tontería, constituye una impropiedad en grado sumo. Y, por si fuera poco, en el Real ni siquiera se puede tomar uno una copa a gusto.
PD: de la relación de Flanagan con Ella Fitzgerald, queda el testimonio conmovedor de un disco que el pianista dedicó a la cantante, Lady be Good... for Ella (Groovin´ High-Polydor)
Thomas Lee Flanagan (Nueva York, 16 marzo 1930-16 noviembre 2001)
(publicado en Cuadernos de Jazz 2001)
Magnifico blog, muy educativo e interesante. En hora buena. Pondré un enlace en mi blog.
ResponderEliminarMuchas gracias, amigo. Yo voy a hacer lo propio con el tuyo que, de hecho, visito frecuentemente. Aprovecho para enviarte muchos ánimos, !a ver cuando te vemos de vuelta en el "foso" de los foteros!. Un abrazo.
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