Confesiones de un ex maltratador profundamente arrepentido
Están ahí, a nuestro lado, testigos silenciosos, o no tanto, de nuestra existencia; esos extraños personajillos con hocico, rabo y patas con los que compartimos techo y alegrías, perros y gatos, periquitos, tortugas… nos lo dan todo a cambio de una caricia. Y no siempre les damos el trato que se merecen.
En nuestro país a los animales se les ha maltratado y humillado de mil modos puesto que existía tradición al respecto y a nadie le parecía raro esto, ni nocivo en ningún sentido. Costumbre había, y también un articulejo colgado en algún código vigente, que enseñaba que los semovientes carecen de ningún tipo de derechos. O sea, que uno puede martirizar a cuanto espécimen irracional cayera a su alcance sin que ello fuera delito ni le fuera recriminada su conducta por la Autoridad competente.
No seré yo quien tire la primera piedra por estar libre de pecado: digamos que mi cuota de depredador infantil está cumplida sobradamente. Uno, naciendo donde nació, le entró pronto a la acostumbre de maltratar –moderadamente, eso sí- a los sufridos seres de cuatro patas que tuvieron la mala fortuna de pasar a mi lado. Ni se me pasaba por cabeza el que nadie pudiera acusarme de nada por haber “experimentado” con un pequeño ejército de lagartijas a las que puse al borde del infarto tras introducir una ristra de petardos en su madriguera. Los mismo, por los varios cientos de moscas cazadas al vuelo con destreza singular en clase de matemáticas. Puro interés científico.
Una tortuga parecida a Franco
Las cosas, por aquel entonces, eran de otro modo. Por la época en que uno era niño, en Madrid florecía la fauna por entre el tráfico rodado, que entonces era aún leve, y la animalidad del urbanita, que ya era mucha. Cuesta creerlo pero no hace tanto que aún se veían vaquerías instaladas a un paso de los bulevares –calle de Alberto Aguilera, donde vivía- con sus vacas rindiendo a pleno rendimiento. Y las caballerizas del Cuartel de Conde Duque que todavía eran utilizadas para lo que fueron concebidas, con sus equinos, que uno podía contemplar asomándose a los ventanucos inferiores del edificio, y la peste que echaban los susodichos y era perceptible a distancia. También estaban de moda las cotorras que, con que hubiera una en el edificio, ya bastaba. La “nuestra” colgaba del exterior del patio trasero al inmueble, ocupado por un taller de chapa y pintura. Un ave extraordinaria, de una locuacidad como no he vuelto a ver o a escuchar. Por ella aprendí cuantas palabras soeces y malsonantes contiene el diccionario de la lengua, que yo repetía del mismo modo que lo hacía la cotorra, con lo que mi catálogo de procacidades era de tercera mano, por así decirlo. Por haber, había en los madriles quien tenía un orangután en el piso o una pareja de titis de Guinea pululando por el dormitorio y quien un murciélago revoloteando pasillo arriba y abajo. Entonces se permitían tales cosas.
Con la excusa de que vivíamos en un tercer piso sin ascensor, mis padres nunca me compraron un perro o un primate. Solo al cabo del tiempo apareció, no sé cómo ni de donde, un gatito comodón y marrullero al que mis malvadas hermanitas llamaron Virtulindo, pobre bicho. Le siguió una tortuga, Agripina. Mi padre decía que Agripina se parecía a Franco por su mirada astuta y reservada. Una vez vi al “caudillo” en un Desfile de la Victoria y me lo imaginé subido a la tarima, con un enorme caparazón asomándole por la parte de atrás, y me entró la risa tonta.
Unos animales muy apetecibles
Iban cada uno a su bola: ni Virtulindo encontró nunca motivo para entrometerse en la vida de Agripina ni esta puso nunca el menor interés en conocer íntimamente al felino. En eso, como en todo, eran muy suyos.
Después de Virtulindo y Agripina, mis padres, por lo que fuera, ya no quisieron tener más animales, aparte sus vástagos. La ausencia de los tales la cubrí con algún encuentro casual, como aquel oso pardo al que hallé en medio del monte sujeto a un tronco de árbol por una de sus patas y que resultó ser un sujeto zalamero y retozón que me mantuvo entretenido hasta que llegó su cuidador dando voces. Por lo visto, el animal se las traía. Una fiera. Nos dijimos adiós, el oso y yo, con lágrimas en los ojos. Poco más tarde descubrí otros animales extremadamente interesantes, aunque desconcertantes en extremo: las chicas.
Como todos, empeñé mis mejores años de adolescente sarnoso siguiendo el rastro de las susodichas, lo que tuvo sus consecuencias de interés para lo que aquí se trata, puesto que no fue poco lo que aprendí gracias a ellas acerca de la tenacidad del animal de compañía. Ocasiones tuve para ello teniendo en cuenta que, por alguna extraña razón, no di con una sola que no viviera adosada a su correspondiente mascota. Como si la una (la bella) y la otra (la bestia) estuvieran indisolublemente unidas por algún hilo invisible.
La escena se repitió una y otra vez al momento en que, habiendo obtenido un resultado positivo en mi avance incontenible, me topaba con la terca oposición del cuadrúpedo presa de los celos. Llegué a odiar aquellas bestezuelas estúpidas como no se odia al peor enemigo. Y así fue hasta que di con quien había conseguido idiotizar en forma y modo a su mascota sin ponerle restricciones a su proceder natural. El resultado era un chucho con personalidad suficiente como para no dedicarse a importunar a las visitas. Un encanto. No me lo pensé dos veces y me casé con la autora de semejante proeza.
Desde aquel día, mi (ex) mujer y yo dimos cobijo y compartido nuestra existencia con un amplio surtido de cuadrúpedos acaparadores y caraduras. Sus nombres. Eni (de Enola Gay), Pepi (por la perra de compañía de la cantante de jazz Billie Holiday así llamada) y los gatos “Bisnes” y Pizca. El primero la tenía tomada con mi colección de discos de jazz, que decoró a su gusto ayudándose de sus afiladas uñas en más de una ocasión. Aún así, nunca le guardé rencor; y más perros: Harpo, Naika, Danza, que me tomó a su cargo... bichos, la mayoría de ellos, de ninguna parte, recogidos allá donde fueron dejados por quienes se cansaron de ellos o, como en el caso del inolvidable Harpo, habiendo sido nosotros los adoptados por el animal: nos vio y, al momento, ya era uno más de la familia. Animal noble y sentimental, su vida dramática da para una novela que algún día escribiré.
Lo confieso: no me imagino mi vida sin la presencia de un hocico metomentodo interponiéndose entre el texto que ha de llegar a manos del editor y la necesidad inaplazable por parte del animal de salir al parque. Pero así son ellos: maniáticos, neuróticos, seductores… los mejores amigos que uno puede echarse.
(este texto fue encargado por una publicación veterinaria cuyo nombre, sintiéndolo mucho, no soy capaz de recordar)
Benditos bichos. En general. Gustavo, uno de mis galápagos, salía de estampida de allá donde quiera que estuviera sesteando, en cuanto escuchaba a Charlie Parker. Por aquel entonces tenía yo un humilde tocadiscos de maleta con el bafle casi a ras del suelo y el buen Gustavo alargaba su cuello hasta casi rozar el pequeño amplificador y así se quedaba hasta que acababa el disco, un bicho con criterio y gustos refinados.
ResponderEliminarGrandes colegas, sin duda alguna.
Un abrazo.
Luz
!A la salud de Gustavo y a la de su dueña!. Chema
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