El Trío Absoluto
De primeras, Keith Jarrett da miedo. No es sujeto de trato fácil y acercarse a él entraña un cierto peligro. Las leyendas acerca de su carácter insondable circulan por los mentideros del jazz. Por supuesto, también es un intérprete fuera de serie; un virtuoso, con perdón, y de la más rara especie: de los que piensan (una minoría).
Desde muy joven comenzó el susodicho a darle uso a ambos órganos, los dedos y el cerebro; “deuvedés” hay el mercado donde puede vérsele en sus comienzos, el pelo a lo afro, robándole el plano a un cándido y “hippioso” Charles Lloyd, su primer mentor, saxofonista y flautista de enjundia, que ni se imaginaba la que se le venía encima. Lloyd terminó retirándose a las montañas de Big Sur (California) a meditar y Jarrett yéndose a Nueva York para tocar con Miles Davis –años gloriosos de “Get up with it”, “Live/Evil”, “Miles Davis at Fillmore”… - y consigo mismo, como líder.
Lo que no aprendió Jarrett de los libros, lo aprendió de Miles Davis. “Lo que Keith tocaba (entonces) no era sino mierda con adornos, y tuve que decirle que no me causaba la menor impresión. En consecuencia, dejó de hacerlo” (Miles “dixit”, pido perdón al lector por la expresión). En 1993, Jarrett-Peacock-DeJohnette dedicarían uno de sus discos al trompetista: “Bye bye blackbird” (incluye una foto del susodicho en portada realizada por Catherine Pichonnier).
Durante un tiempo convivieron en Jarrett dos personalidades casi antagónicas. Estaba el navegante solitario, por un lado, con sus multitudinarios recitales a “piano solo”; y el “chef d'orchestre”, por el otro, con dos conjuntos distintos funcionando al mismo tiempo, según se hallara su conductor actuando en una u otra orilla del “ancho río”; si en los Estados Unidos, tenía a Dewey Redman, príncipe de los saxofonistas del jazz contemporáneo, tristemente fallecido el pasado mes de septiembre; si en Europa, al noruego Jan Garbarek.
En el año 1975, nuestro héroe encandiló a la nación del jazz y aledaños con su dejarse llevar por las procelosas aguas de la improvisación solitaria “ad limitum”, de donde aquel “Köln Concert” que es, todavía hoy, uno de los discos de jazz más vendidos de la historia, sino el que más. Después de aquello ya nunca volvería a tocar para otros, aunque sí volvería a interpretar (a su manera) a los clásicos, Bach, Haendel, Mozart y hasta Gurdjieff y Arvo Part; también comenzaron a editarse por aquel entonces algunas de sus extravagancias caseras de difícil categorización, el caso de “Spirits”, doble elepé absolutamente improvisado donde Jarrett toca la flauta pakistaní, los cencerros africanos y hasta un carrillón en miniatura. Una cosa y otra nos llevaron a pensar que, ahora sí, lo sabíamos todo del virtuoso y esquivo “jazzman”: bastó un disco, “Standards vol. 1”, editado en el 1983, para que el susodicho volviera a darnos a todos con un palmo en las narices.
Ahora, Jarrett (+ Gary Peacock y Jack DeJohnette) se acogía al más sagrado de los formatos del jazz: el trío de piano. Y ahí que se le vinieron encima al pianista los fantasmas de Thelonious Monk y Bill Evans dispuestos a hacerle pagar caro su gesto insolente. Y los críticos, siempre a la que salta; que si, en asunto como el que se trata, todo está ya inventado y qué necesidad había de volver sobre lo mismo. Lo confieso: fui uno de ellos.
Poco podíamos imaginar que aquello era apenas el primer esbozo de una obra magna destinada a perdurar, cuyos resultados “in crescendo” irían manifestándose con el paso de los años, sin prisas y sin pausas. El proyecto concienzudo y metódico de quien no deja nada al azar (aún cuando el azar forma parte de su entraña esencia musical). De nuevo, el músico pensante.
Y es que la música de “Jarrett-Peacock-DeJohnette” -música cocinada a fuego lento y a oídos del oyente; música de estruendos silenciosos y de silencios clamorosos…- no está tocada para ser disfrutada en tiempo presente; lo mejor en ella, siempre, está por venir;
Cada vez que estos tres se reúnen, se pone en marcha un flujo sonoro que recorre la historia del trío desde sus inicios remotos y enlaza con la obra de quienes les precedieron (“Bill Evans-Scott LaFaro-Paul Motian” parecen la referencia inevitable) a partir de su inquebrantable adhesión al estándar, materia prima de la que se nutre su maquinaria. Son la “máquina suave” (tomo el nombre del poema de William Burroughs) que alza el vuelo dulcemente y, cuando uno se quiere dar cuenta, ya está a varios kilómetros de distancia sobre nuestras cabezas sin que sepamos explicar cómo ha llegado hasta allí. Ebbe Traberg lo explicaba a su estilo inimitable: “una compenetración idónea muy cercana a la telepatía”. Se habla, conviene advertirlo, de tres músicos que no solo tocan juntos sino que, además, se escuchan entre sí, lo que parece muy conveniente cuando se está improvisando y es menos frecuente de lo que pudiera pensarse.
Recurro al maestro Traberg quien dejó escrito en la revista Scherzo el que, acaso, fuera su último artículo, en torno a “Keith Jarrett at The Blue Note. The complete recordings”; la monumental caja de seis discos –treinta y nueve interpretaciones, una mayoría estándares del jazz- que recoge la actuación del trío en el club Blue Note de Nueva York, los días 3, 4 y 5 de junio de 1994 (ECM 1575-80): “un monumento insuperable en toda la historia del jazz grabado, no solo por su impecable técnica sino también –y sobre todo- por la constante inspiración común que asola y casi persigue el trío”. Ebbe, quien entendió el jazz mejor que nadie en este país, se confesaba incapaz de desvelar los matices secretos de unas interpretaciones que parecen escaparse por entre los dedos del oyente; ante lo inabarcable, recomienda “cerrar los ojos y rendirse a estos auténticos genios que han llevado y elevado el arte del trío a su expresión más sublime”.
Ebbe falleció sin darle tiempo a escuchar los nuevos discos del trío –“Tokio ´96”, “The out-of-towners”, “Up for it”, “Inside out”…-; tampoco pudo asistir a ninguna de sus subsiguientes apariciones públicas que, con menor frecuencia de la deseada, les han traído hasta nuestro país, dejando tras de sí la misma sensación de incredulidad y estupor. Lo suyo -lo dijo el mismo Traberg- es “uno de estos milagros que solo ocurren muy de cuando en cuando en la música, y que afortunadamente se ha mostrado duradero”. Un punto y aparte en la historia de nuestra música.
“Jarrett-Peacock-DeJohnette” -el Trío Absoluto- forman una unidad de destino en lo musical, con perdón, donde cada uno se explica en el otro y los sabores se mantienen en boca sin mezclarse. Imposible imaginarse nada parecido con otros actores que no fueran ellos pues tan insustituible es Jack DeJohnette -quien se asemeja en poco a ningún batería conocido como pronto advertirá quien lea estas notas- como lo es Gary Peacock, epítome de nobleza y dignidad en músico de jazz; nada se diga de Jarrett, artista singular hasta en su apariencia (cualquier parecido con un músico de jazz en su atuendo es pura coincidencia).
Véase al mentado sobre la escena hecho un ovillo, confundido con el piano –negro sobre negro-, levantándose y volviéndose a agachar, cantando por lo “bajinis” y por lo “altinis” también. Hay quien se lo censura: uno piensa que no es para tanto. Muchos hay como él en el jazz –Oscar Peterson, un ejemplo- y fuera de él, el caso bien conocido de Glenn Gould, otro notable pianista-mugidor. Y Gould, aunque esté feo decirlo, tampoco es que sea Pavarotti.
José María García Martínez
Para saber más de Keith Jarrett: “Keith Jarrett: the man and his music” (Ian Carr, Grafton Books, 1991). Por el momento, no existe traducción al castellano.
Para saber más de Ebbe Traberg: “Fundación Ebbe Traberg”. (c/Hortaleza, 75, 2º dcha. 28004-MADRID)
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