El XXIV Festival de Jazz de Madrid tiene esta noche una cita ineludible con una de las últimas leyendas vivas del jazz. A sus 80 años recién cumplidos, Lee Konitz visita la Villa y Corte dispuesto a dar guerra. El veterano saxofonista está en plena forma y avisa: “quien vaya a escucharme tiene que estar preparado para esperar únicamente lo inesperado”.
El año en que cumplió los 80, Lee Konitz hizo su presentación neoyorquina a dúo con un joven pianista semidesconocido en una caja de zapatos con apariencia de club de jazz sin ventanas ni adornos, sin servicio de bar y con un piano decrépito que perteneció a un primo de Herman Munster. Un cadáver macilento de sonido ahogado, seco, áspero. Konitz y el pianista semi-anónimo interpretaron de seguido una única improvisación atonal de una hora de duración ante una audiencia que, literalmente, no daba crédito. Cualquiera hubiera dicho que el legendario saxofonista se encontró más a gusto en semejante lugar perdido del mundo que durante el homenaje multitudinario que se le tributó algunos meses más tarde en el Carnegie Hall, en el que estuvo acompañado por la crema y nata de la profesión.
A sus 80 años, Konitz mantiene el mismo espíritu inconformista e indomable que le acompaña desde sus primeros pasos en la profesión. “Yo no he inventado nada, no trato de ser original, sino sincero”. El saxofonista conoció el jazz mediados los cuarenta de la mano del visionario pianista y compositor Lennie Tristano. “Yo estaba tocando en una orquesta en el local de enfrente donde Tristano tocaba. No le conocía. Una noche fui a escuchar a otro pianista que tocaba en el mismo local que él y ahí empezó todo”.
Durante un tiempo estuvo considerado como el único saxofonista alto con la suficiente personalidad como para escapar al influjo de Charlie Parker. “Sí es cierto que yo sonaba distinto, pero es porque conocí a Tristanto antes que a Parker, lo que no significa que no me gustara. Todo lo contrario. En una ocasión, en el Birdland, Charlie me pidió mi saxo y tocó todo el “set” con é. Yo, claro, me senté a escucharle, no entendía cómo era capaz de tocar de ese modo. Cuando terminó, vino hacia mí, me dio las gracias, y le dije: “¿podrías dejar algo de eso en mi saxofón?”. Más tarde participó junto con Miles Davis y Gil Evans en las sesiones de grabación de las que surgió el clásico “Birth of the Cool”. “Lo importante eran las composiciones y el trabajo en conjunto, esa era la idea, que funcionáramos como si fuéramos un grupo de cámara. Yo participé como solista y ese era y sigue siendo mi principal interés, improvisar. No significó nada especial para mí. Apreciaba a mis compañeros y me gustó la música, pero eso fue todo”.
Konitz mantiene el aspecto de ciudadano anónimo al que el Destino le ha jugado una mala pasada. Imposible saber qué pasa por su cabeza. “Tengo siempre la sensación de ser el invitado a la fiesta, pero es algo que me gusta. Me gusta pensar en mí mismo como el “sideman” que acude a tocar con otros. Tengo una reputación como músico “freelance” que mantener. Incluso cuando soy el líder me gusta irme hacia atrás y colocarme detrás de la sección rítmica. No me apetece tener que dar siempre la cara”.
En realidad, el saxofonista es alguien acostumbrado a nadar contracorriente. Un tímido provocador de voluntad férrea tan imprevisible como desconcertante. “Nunca he tocado lo que los demás. No me gusta seguir el guión, no me gustan los tempos rápidos ni el rollo competitivo tan habitual en el jazz. Soy demasiado viejo para todo eso, en realidad, ¡ya era demasiado viejo a los 20!. Mi problema es que pienso demasiado y resulta imposible tocar a tope y estar pensando sobre la próxima nota que vas a tocar”. El improvisador contumaz alza su voz contra quienes se dicen improvisadores sin serlo. “Improvisar es una cosa y lo que hacen algunos músicos de jazz tocando de una forma puramente mecánica otra muy distinta. El caso de Stan Getz, un músico estupendo, pero no un improvisador. La mayoría entiende que la improvisación debe prepararse. Mi forma de prepararme es no preparar nada en absoluto. Se trata de olvidar todo lo que has aprendido y crear a partir de cero y que la idea que te acaba de brotar te lleve a donde menos te esperas. Un improvisador necesita sentir el vértigo ante la nota errada. Sin riesgo no hay jazz. Si no hay sorpresa, no vale la pena”.
No extraña que, a lo largo de su extensa carrera, Konitz se haya granjeado tantos admiradores incondicionales como detractores furibundos. La lista de presuntos agraviados con los que ha tenido un “rifi rafe” incluye los nombres de Ray Brown, Brad Mehldau o John Zorn: “me llamó para contribuir a su “colección judía”. Al final, lo que le grabé no le valía porque no era “suficientemente judío”. Le di las gracias y me fui. No me gusta demasiado la música judía, me gusta la música”.
Sorprende en alguien como él su empeño en tocar noche tras noche las mismas piezas. “A menudo me preguntan si no me aburro de tocar siempre “All The Things You Are”. Lo primero es que no siempre lo hago. Pero también es que todavía me fascina la idea de tocar un tema y darle vueltas, y encontrar una melodía que funcione para eso no es fácil… piense que toda la música está basada en 12 tonos y eso viene siendo así desde hace siglos. ¿Cómo se las han arreglado los músicos para hacer su trabajo?: han cambiado el orden de las notas, han investigado en los ritmos, en las texturas… es posible hacer muchas cosas con solo 12 tonos. Yo siempre estoy tratando de cambiar, aunque esté tocando por enésima vez “All The Things You Are”. Lo más importante: no repetirse: “por eso trato de evitar las frases hechas. A veces lo consigo, otras no, pero al menos lo intento. ¡Gracias a Dios el jazz no es un arte perfecto!”.
(Versión íntegra del artículo publicado en El País con el título "Sin riesgo no vale la pena" 24/11/2007)
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