XXI Festival de Jazz de Vitoria
Ornette Coleman / Dave Holland Quintet
Viernes, 20 de julio de 2007
Éramos 17 contados, los que quedamos para el “bis” en la que hasta ayer fue la última actuación de Ornette Coleman en el País Vasco, año de 1987, Festival de Jazz de San Sebastián. Diecisiete sobre un aforo de varios miles que huyeron despavoridos en busca de refugio, como si la música de Ornette les ofendiera en lo más íntimo. Lo que uno entendía era consustancial a la oferta musical del susodicho: la controversia, los pitos, el despelote, todo cuanto adorna a una música hecha para unos pocos y, al que no le guste, puerta. Veinte años después, el saxofonista ha regresado convertido en un clásico, con perdón, y la gente ya no se va de sus conciertos y aún le pide un “bis”. Verlo para creerlo.
Para quien vivió la situación contraria, no resulta fácil explicar el cambio. Porque Ornette no se ha movido un ápice ni ha cedido en lo más mínimo, mucho menos pretende ahora halagar los oídos de nadie que no sea él mismo. Luego han sido todos los demás quienes, por algún extraño motivo, hoy aplauden lo que ayer defenestraban y se muestran encantados con el anciano rey del “free jazz”, ganador de un premio Pullitzer.
Más paradojas: el defensor de la libre improvisación hoy toca una música igualmente libre pero apenas improvisada. A sus traqueteados 77 años, Ornette reivindica la forma cuando todos en el jazz se han olvidado de ella. Sus composiciones tienen un principio, un final y un en medio que es algo más que una mera sucesión de solos. Fiel a sí mismo, el “jazzista” cabal escapa a las convenciones que continúan siendo norma en el jazz porque Wynton Marsalis y los críticos de jazz se empeñan en ello. No se busquen prolijas teorías ni sentencias programáticas. Ornette toca lo que suena bien a sus oídos y eso es todo. Con ello que su música nos obliga a escuchar, algo a lo que ya no estamos acostumbrados. Y cuesta, pero merece la pena.
La música de Coleman –“disonante”, excesiva, apabullante- es hermosa hasta donde ello es posible, aún cuando el envoltorio pueda asustar de primeras. En su concierto de Vitoria, el veterano “jazzman” tocó todos los instrumentos, tanto el saxo alto como la trompeta y el violín, del que tiende a olvidarse últimamente. Contaba con el perfecto colchón para ello, un conjunto de muchos quilates, con la presencia de un tercer contrabajista –Charnett Moffett-, junto a los habituales Tony Falanga y Greg Cohen, y su propio hijo, el cada vez más entonado Denardo Coleman, a la batería. La conversión no anunciada del cuarteto en quinteto no añadió nada sustancialmente nuevo a lo escuchado en anteriores visitas ni modificó el repertorio en punto alguno. Como es norma, escuchamos un número indeterminado de piezas nuevas en riguroso estreno y otros tantos clásicos, tanto propios –“Song X”, “Lonely Woman”- como ajenos –su espléndida adaptación de la “Suite para violonchelo nº 1 BWV 1007”, de J. S. Bach-.
Otra cosa fue el lugar escogido para tan magno acontecimiento. Uno podría cuestionarse si un pabellón deportivo es el mejor sitio para la música de Ornette, con el personal hablando por el móvil, yendo a por una cerveza o saludando al conocido. Uno podría hacerlo pero no lo hace: está claro que no lo es.
Las cosas de la edad llevaron a que Ornette, la estrella, tocara antes de Dave Holland, el telonero. Un gran músico y un gran concierto, pero no después de lo anterior. Eso de empezar por el “happy end” y terminar en el “érase una vez” descoloca a cualquiera.
(Publicado en El País 22/07/2007)
Viernes, 20 de julio de 2007
Éramos 17 contados, los que quedamos para el “bis” en la que hasta ayer fue la última actuación de Ornette Coleman en el País Vasco, año de 1987, Festival de Jazz de San Sebastián. Diecisiete sobre un aforo de varios miles que huyeron despavoridos en busca de refugio, como si la música de Ornette les ofendiera en lo más íntimo. Lo que uno entendía era consustancial a la oferta musical del susodicho: la controversia, los pitos, el despelote, todo cuanto adorna a una música hecha para unos pocos y, al que no le guste, puerta. Veinte años después, el saxofonista ha regresado convertido en un clásico, con perdón, y la gente ya no se va de sus conciertos y aún le pide un “bis”. Verlo para creerlo.
Para quien vivió la situación contraria, no resulta fácil explicar el cambio. Porque Ornette no se ha movido un ápice ni ha cedido en lo más mínimo, mucho menos pretende ahora halagar los oídos de nadie que no sea él mismo. Luego han sido todos los demás quienes, por algún extraño motivo, hoy aplauden lo que ayer defenestraban y se muestran encantados con el anciano rey del “free jazz”, ganador de un premio Pullitzer.
Más paradojas: el defensor de la libre improvisación hoy toca una música igualmente libre pero apenas improvisada. A sus traqueteados 77 años, Ornette reivindica la forma cuando todos en el jazz se han olvidado de ella. Sus composiciones tienen un principio, un final y un en medio que es algo más que una mera sucesión de solos. Fiel a sí mismo, el “jazzista” cabal escapa a las convenciones que continúan siendo norma en el jazz porque Wynton Marsalis y los críticos de jazz se empeñan en ello. No se busquen prolijas teorías ni sentencias programáticas. Ornette toca lo que suena bien a sus oídos y eso es todo. Con ello que su música nos obliga a escuchar, algo a lo que ya no estamos acostumbrados. Y cuesta, pero merece la pena.
La música de Coleman –“disonante”, excesiva, apabullante- es hermosa hasta donde ello es posible, aún cuando el envoltorio pueda asustar de primeras. En su concierto de Vitoria, el veterano “jazzman” tocó todos los instrumentos, tanto el saxo alto como la trompeta y el violín, del que tiende a olvidarse últimamente. Contaba con el perfecto colchón para ello, un conjunto de muchos quilates, con la presencia de un tercer contrabajista –Charnett Moffett-, junto a los habituales Tony Falanga y Greg Cohen, y su propio hijo, el cada vez más entonado Denardo Coleman, a la batería. La conversión no anunciada del cuarteto en quinteto no añadió nada sustancialmente nuevo a lo escuchado en anteriores visitas ni modificó el repertorio en punto alguno. Como es norma, escuchamos un número indeterminado de piezas nuevas en riguroso estreno y otros tantos clásicos, tanto propios –“Song X”, “Lonely Woman”- como ajenos –su espléndida adaptación de la “Suite para violonchelo nº 1 BWV 1007”, de J. S. Bach-.
Otra cosa fue el lugar escogido para tan magno acontecimiento. Uno podría cuestionarse si un pabellón deportivo es el mejor sitio para la música de Ornette, con el personal hablando por el móvil, yendo a por una cerveza o saludando al conocido. Uno podría hacerlo pero no lo hace: está claro que no lo es.
Las cosas de la edad llevaron a que Ornette, la estrella, tocara antes de Dave Holland, el telonero. Un gran músico y un gran concierto, pero no después de lo anterior. Eso de empezar por el “happy end” y terminar en el “érase una vez” descoloca a cualquiera.
(Publicado en El País 22/07/2007)
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